Historias: «Así salí del closet»

Mabel Franco

En mes internacional de las diversidades sexuales, La Brava recuenta vivencias de personas de la población LGBTIQ+ en Bolivia que recrean el momento en que revelaron, para el entorno cercano, su realidad sexual. La experiencia sigue siendo difícil, aunque hay excepciones que tienen que ver con la gente más joven y, quizás, menos atada a viejos prejuicios sobre lo que representa ser un hombre o una mujer.

Edición 130. Miércoles, 19 de junio de 2024.

Junio es el mes señalado en el calendario internacional, y nacional, para recordarle a la sociedad que la diversidad es una de las cualidades de la sexualidad de hombres y mujeres. Ha sido largo el camino para que las personas no heterosexuales —lesbianas, gays, trans, bisexuales. intersexuales, que se engloban en la sigla LGTBIQ, con el signo + que deja abiertas otras posibilidades— sean respetadas en su dignidad e, incluso en ciertos contextos, para se les reconozca el derecho de existir.

La Brava ha recogido historias, algunas narradas en primera persona, de lo que se ha graficado como “salir del armario”. Son experiencias únicas, por supuesto, pero que permiten vislumbrar que, en la sociedad boliviana, todavía hay personas LGBTIQ+ que viven su realidad sexual a escondidas y que tienen que reunir valor para revelarla. 

Foto: Merlin Lightpainting de Pexels

Las historias dejan ver, asimismo, que familias ligadas a una religión suelen ser las más renuentes a la hora de pararse del otro lado del clóset, el de “afuera”, con empatía. Lo esperanzador de estos testimonios es que muestran que son las personas más jóvenes —amistades, hermanos, hermanas— las que van aceptando la diversidad sexual como parte de su cotidiano.

Que las personas cuya historia se comparte elijan la protección de su identidad habla de su derecho a la intimidad, por supuesto, pero también de lo difícil que todavía resulta vencer prejuicios, los más determinantes: los de los padres. Katy Bustillos lo ha sentido y lo sabe: “Creo que la familia es muy importante cuando una es chica (pequeña)”. 

Y Andrés Mallo, activista por los derechos LGBTIQ+, hijo de padres evangelistas, gay, casado desde hace cinco años con Pablo Merino —unión civil celebrada en 2022 en Argentina, luego de una celebración andina en Bolivia en 2019— afirma que “nadie busca que el camino sea duro, pero encontrarnos con situaciones en las todavía la sociedad no entiende, no siente empatía para ponerse en nuestros zapatos, nos hace resilientes: aprendimos a primero respetarnos para que nos respeten. Es la clave para poder avanzar”.

Mateo: “Hay que salir del clóset cada día”

Mateo tiene 34 años y es un hombre seguro. Ojos grandes y tristes, barba bien cuidada, pinta talladamente informal y una sonrisa que siempre ha opacado sus 1,68 de estatura. Economista de profesión, acaba de terminar un masterado y trabaja en un organismo internacional. Alquila departamento en un edificio jaylón, va al gimnasio, come sano, viaja mucho y es gay.

Hace 12 años lo supo sin dudas. Trabajaba entonces en la sucursal porteña de una empresa boliviana de importaciones. Aunque no lo necesitaba -era el benjamín de cinco y el más mimado, en consecuencia- había debutado en el mundo laboral a los 15 años porque quería practicar su inglés en un call center. Terminando la carrera, a los 22 años, le ofrecieron la oportunidad de irse a Argentina y, pese a los temores de su madre, aceptó sin dudar. “Estaba confundido”.

En Baires vivía en una casa de estudiantes. Lejos de los mimos de la casa materna, aprendió a cocinar, descubrió la libertad y el compañerismo, trabajó también mientras vivía una larga y complicada fiesta. Allí despejó sus dudas.

Ana, profesional reconocida y madre de cinco, supo que su benjamín era gay en una visita que le hizo en Buenos Aires. Dos detalles, que en otras circunstancias habrían pasado desapercibidos, le abrieron los ojos. Mateo le hizo un comentario sobre el color de labial que usaba y no le quedaba; y el mal humor, acaso incomodidad, permanente del joven. No, así no era su hijo.

Ana no olvida el final de esa corta visita. Se despidieron en Florida, la mañana rumbo al aeropuerto. “Ya no voy a volver”, le dijo Mateo. Lo vio perderse entre la multitud, la cabeza gacha, sin mirar atrás. “Estaba llorando”, sabe y ahora ella también llora: “Me daba mucha pena, este es un mundo homofóbico, discriminador, violento. No quería que lo lastimen”.

Dos años después Mateo regresó a Bolivia; en parte por la crisis argentina, también para saldar pendientes. “Comencé a explorar el ambiente, conocer gente, encontrarme en mi ciudad”, recuerda. Una noche tomó valor y habló con su madre, que sólo esperaba la confirmación. “Sólo quiero que seas feliz y, sea cual sea tu preferencia, tú siempre vas a ser mi hijo”, le dijo.

Dibujo de Sebastián Franco, 2020.

Con sus hermanos la charla fue a sus tiempos; primero con ellas que sólo lo amaron más. Con la noticia, el mayor de los hermanos activó su espíritu de protección: “Aquí estamos para ti” y el penúltimo, aparentemente el más convencional, terminó abrazándolo en una farra: “Para mí, nada ha cambiado”.

La primera pareja seria de Mateo, con quien vivió cinco años, fue el consentido de su suegra y parte de la familia. “Sé que mi experiencia no es la de todos. Yo tengo el apoyo de mi familia, que agradezco, pero también sé que iba seguir mi vida pase lo que pase. De hecho, se sale del closet cada día: en el trabajo, con nuevos grupos, con viejos amigos. Así es y así va a seguir siendo”. Mateo lo asume con la seguridad de su compromiso con las diversidades. “Es un derecho a ser, a vivir sin miedos ni prejuicios. Ser feliz y dejar que los demás lo sean. Así de simple”.

Katy: “Fue duro, pero hoy mi madre lo toma con humor”

Para mí, decirle a mi familia lo que soy fue una maraña de realidades, situaciones, incomodidades que poco a poco fueron sanando. Su reacción me sorprendió mucho, porque pensé que no iba a venir cargada de tantos prejuicios. 

Tras la reacción vino la incomodidad, la depresión y la ansiedad, porque una va sintiendo que no es «correcto» lo que siente, lo que hace o lo que es. La soledad es mucha y peor cuando una no tiene muchos amigos.

Yo salí del closet a los 16 años. Mi madre no lo tomó bien, estaba angustiada todo el tiempo. Era como una muerte simbólica de la hija que quería que yo fuera. 

Mi padre lo tomó con indiferencia, aunque años después tendría problemas con ello debido a que se volvió un fanático religioso.

El proceso con mi madre fue lento y de mutuo aprendizaje. Ella poco a poco fue reconstruyendo sus ideas, aceptando a la hija que tenía y también mi no binarismo. Hoy lo toma con humor.

Foto: khunkorn de Canva

Mi hermano menor lo tomó de forma muy natural. Él me ayudó mucho a no sentirme sola y me acompañó.

Mi hermano mayor también. Aunque él tiene esquizofrenia y a veces puede haber cierto problema sobre ello, me apoyó mucho igualmente. 

Mucho tiempo me sentí sola. Tuve que ir a muchos psicólogos y psiquiatras. Incluso tener que estudiar una carrera para recuperar más confianza en mi forma de sentir y ser que el estigma me estaba quitando. 

Decidí contarles sin pensarlo mucho. Tal vez también buscaba apoyo en ese momento, una manera de comprensión. 

Si la respuesta inicial hubiese sido diferente, tal vez hubiera estado mucho mejor, no me hubiera sentido sola y no querida. Creo que la familia es muy importante cuando una es chica.

Ahora me siento mejor.

Creo que fue muy necesario decirlo, hacer a un lado el miedo, afrontar la situación dolorosa de la incomprensión de mi familia para que paulatinamente madure la situación, tanto para mí como para ellos. Poco a poco la comprensión vino y el amor también.

Cecilia: “Del otro lado del clóset”

Mi mejor amigo resultó ser gay. Y, pese a que supongo que hubo decenas de señales para enterarme, no me di cuenta. O no quise darme. Incluso, la vez que una amiga en común me contó que unos compañeros de trabajo estaban haciendo deducciones al respecto, me enfurecí. Era —es— mi amigote. Y es gay. 

Cuando quiso decírmelo, me hice la distraída. Y no es que yo tuviese algo en contra del derecho de la gente a ser lo que quiera, pero en verdad, por un tiempo, me costó mirarlo como antes. Me parecía que era él, pero al mismo tiempo era alguien distinto. Y mira que soy periodista y que trabajé en reportajes y crónicas sobre la población LGBTI, lo que me hizo conocer a lesbianas, trans y toda la variedad que puede asumir el ser humano. Escribí sobre mujeres trans que, echadas de su casa siendo adolescentes, no hallaron más salida para sobrevivir que la prostitución. Leí historias en las que a las mujeres trans las matan por doble partida: cuando alguien las asesina por odio y cuando su familia las entierra cortándoles el cabello y colocando el nombre de varón en su tumba… O sobre presiones tradicionales que hacen imposible la vida a personas bisexuales y lesbianas en Bolivia. Mucha tinta, muchas letras impresas en mi conciencia.

Además, ¿no le había dicho yo a mi amigo que no me importaría si uno de mis hijos resultase no heterosexual, aunque me preocupase el mundo que lo recibiría seguramente mal?

En fin. Lo cierto es que Ángel —así se llama mi amigo— y yo no tratamos explícitamente de su “gaysitud”  —como llamamos a esa realidad, un poco en broma—, es decir, no hubo salida de clóset dramática—. Sólo la fuimos viviendo y pronto hablar de sus novios fue de lo más normal.

Pintura de Sebastián Franco, 2020.

Como casi normal fue recibir, junto a toda mi familia sentada en la mesa de almuerzo, la novedad de que mi sobrino, el más lindo, el más creativo, el más divertido, es gay. No hubo drama, salvo lo que puede esperarse de un “cable de último momento”, como se decía antes en la redacción de un diario. En mí, digo, porque a los hermanos y primos menores y mayores no se les movió un pelo. “Yo lo sabía desde hace un año”, me dice ahora uno de los hermanos menores con la serenidad de quien vive en este mundo y sus circunstancias. “Podía no decirlo y sería lo mismo”, explica la prima que tiene a su vez un amigo, su mejor amigo, que un buen día le reveló su condición de gay. Así, sin escándalo, como si el primo y el amigo le hubiesen contado que son del signo Libra y no de Sagitario como se creía. “Qué importa”, insiste la joven.

Enrique, el hermano menor, que el día de referencia tenía 15 o 16 años —hoy tiene 21 y su hermano 24— me explica que gracias a las redes digitales él fue dándose por enterado de que las personas no son sólo hombre y mujer. Y que compartir con su hermano el mismo cuarto le dio la cercanía para conocerlo muy bien. Ayudó también y mucho “que ni tú ni mi mamá se escandalizaran ni insultaran a quienes son distintes”, se ríe.

Mi sobrino es un veinteañero en procura de armar su vida, trabajar, ganar dinero y satisfacer su derecho de ser feliz. Tropieza. Se equivoca. Como familia, no estamos siempre atentos para sostener sus emprendimientos. Seguramente sufre, como todos, como todas, como todes. Pero, al menos, su “gaysitud” no es un lío para su familia cercana.

Sara: “Creí que era una tentación del diablo”

Yo no pude comunicar que soy lo que soy por varias razones que fueron cambiando con el pasar del tiempo. Al principio, cuando me di cuenta de que me atraían las personas de mi mismo sexo, yo misma creí que lo que me estaba pasando era una tentación del diablo. No se lo comuniqué a mis padres, que son testigos de Jehová, pues nunca pude establecer vínculos fuertes de confianza con ellos. Tenía entre 11 y 12 años.

Ese periodo, el de mi pubertad, considero que fue cuando viví el peso psicológico más fuerte. Luchando contra mí misma sin poder comprender qué pasaba. Literalmente lloraba en mi closet.

Entonces, para mí, aceptar que era lesbiana fue todo un proceso. Fue rezar días de días, para no soñar cosas «prohibidas». Al final sentí que Dios no me escuchaba, y me pregunté si realmente existía. Yo le decía que la tentación que me estaba dando era demasiada para mí, que no podía con ella porque los sueños, pensamientos y luego emociones, no cesaban.

Me enamoré en secreto de mis mejores amigas. Hasta que decidí comenzar a contarles primero a ellas, cuando tenía 15 años. Algunas me dijeron que podía ser una confusión de la adolescencia. Lo bueno es que en mi círculo amistoso del colegio hubo comprensión y aceptación. Además, tuve un mejor amigo que me hablaba de la diversidad sexual y el placer de una manera muy abierta. Y con el tiempo me di cuenta de que tenía razón.

Foto: Getty Images Signature

Pero, a pesar de ser abierta, preferí no decirle a mis padres por el miedo al rechazo y el castigo. Me independicé a los 18 años y  ya no fue necesario esconderme. Soy feminista aproximadamente desde los 26 años y he estado involucrada en causas universitarias, ambientales y feministas desde entonces. Para mí era obvio que ellos lo sabían. Pero fue a partir de una depresión que mi papá tuvo que hablar con mi psicóloga y preguntó de forma disimulada si yo era lesbiana. Al llegar a casa me dijo: «Respeto tus decisiones, pero también espero que respetes esta casa». Ahora todos lo saben, pero en casa no se habla del tema.

No puedo imaginarme otra forma en que hubiesen podido suceder las cosas. Sufrí violencia en mi casa por todo y por nada de parte de mi padre y violencia psicológica de parte de mi madrastra, pero no por ser lesbiana, sino por ser rebelde. Y como dejé de ir a la iglesia, eso para mis papás fue difícil de aceptar. Mi madrastra me decía que yo era la oveja negra de la familia.

Ahora, a mis 36 años, no soy una abanderada de lo LGBT. Algunas personas dicen que se me nota al tiro, otras dicen que no. Yo no me esfuerzo porque no se me note o se me note. Sin embargo, entiendo la importancia de asumirme públicamente lesbiana porque, a pesar de todo lo que se ha avanzado para que se entienda que existimos, hay grupos fascistas que atentan contra los derechos de las personas LGBTIQ+.

Andrés: “Te quiero muerto antes de que seas así”

Empecé el proceso de comunicar mi realidad al llegar a mis 21 años. Cumplir la mayoría de edad era una responsabilidad importante y un reto para mi sexualidad, que la había ocultado mucho tiempo y era una bomba de tiempo.

Esas reflexiones coincidieron con mi etapa universitaria, estar en el centro de estudiantes, ser rebelde, cuestionarme varias situaciones de vida, como que vine de un mundo evangélico religioso tradicional que me prohibía el acceso a verme libremente y ver mi realidad en toda su expresión.

Fue un proceso bastante arduo, tedioso, duro y de reinvención total. Fue un renacer. Los primeros en saberlo fueron mis padres: un estallido con frases como “te quiero muerto antes de que seas así”, o “la culpa es de tus compañeros, ése tu compañero te está llevando por ese camino”; es decir, un buscar al culpable afuera y no mirarme a mí.

Puse distancia con ellos y les oculté mi sexualidad porque me avergonzaba todo lo que había significado aquella conversación. Pero nunca perdí la esperanza de tener nuevamente una buena relación, lo que tardó 20 años. Hace poco, mis padres conocieron a mi esposo y se dieron cuenta de que mi realidad no es distinta a la de cualquier ser humano. 

“Recorrido que no termina en color rosa”, instalación de Andrés Mallo, 2019.

Así fue mi camino de complejo. El trabajo no lo hice por mí solamente, sino por ellos, pues los amo y son parte de mi realidad. Fue un reto, pero también una conquista porque creo que más allá de una religión, credo o espiritualidad de una, uno, une, se puede reflexionar y repensar las cosas. Las tradiciones, las costumbres nos separan muchas veces de la posibilidad de seguir amándonos y respetándonos entre hijos y padres, padres e hijos.

He cargado muchas frustraciones por constatar prejuicios naturalizados en mi entorno más cercano, pero también en mí. Soltar eso, procesarlo no sólo de manera interna sino con ayuda de otras personas, de la psicología y del cotidiano, conocer personas que estaban en la misma situación que yo, me ha ido ayudando a perdonar, a perdonarme.

Tengo 44 años y en los últimos cinco es que puedo hablar de liberación, de no aceptar el sistema de odio y de violencia. Creo que tengo un camino largo por recorrer y de mucho aprendizaje respecto a mi sexualidad, a mi orientación sexual, a cómo me autopercibo. He sanado, he perdonado, pero no he olvidado. No se olvidan los estigmas, las heridas, porque justamente esos hechos los utilizas como memoria para avanzar y no caer en más violencia. 

Las herramientas que vas logrando te deben servir para desmontar todo ese sistema de odio que niega derechos y hasta mata. Lo importante es no dejar que te amargue y te haga rendirte, pues has aprendido.  

Si mi familia me hubiese recibido de manera distinta, tal vez hubiese acortado tiempos y todo hubiera sido más llano; pero, al mirar atrás, la experiencia dolorosa, tensa, me enseñó mucho como persona. Nadie busca que el camino sea duro, pero encontrarnos con situaciones en las que todavía la sociedad no entiende, no siente empatía para ponerse en nuestros zapatos, nos hace resilientes: aprendimos primero a respetarnos para que nos respeten. Es la clave para poder avanzar.

Noelia: “Quiero amar, revolucionar y existir”

Recuerdo que solía escribir mucho en mi diario respecto a las dudas sobre mi orientación sexual; decía: “cómo será estar con una mujer”, “serán solo fantasías”, “estaré equivocada, estaré enferma”. Cualquier excusa era buena para sustentar que estaba equivocada si decidía estar con una mujer.

En 2012 fue mi primera marcha. Tenía miedo; incluso compré una máscara para usarla, pero al final no la usé. Me decía a mí misma: “Mi padre está de viaje, no creo que mire las noticias”. Decidí marchar y posteriormente conocí a dos amigas maravillosas y me animé a besar a una chica esa noche (ese fue considerado mi primer beso).

Tras ese suceso, tuve muchas ganas de salir del clóset, sentirme orgullosa de esa decisión y, sobre todo, afirmar que era correcto hacerlo, total, es mi vida.

Las ganas de decirle a mi familia retumbaban a diario. Era muy importante para mí su apoyo para luego gritar al mundo que soy lesbiana. Un día de agosto tuve un sueño, en el cuestionaba a García Linera (vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia por entonces), diciéndole: “Usted se casa y nosotras cuándo”. En ese sueño yo tenía novia y al despertar lloré porque sentía que era hora de decirle a mi padre. Yo estaba triste ese día también porque mi amiga de Francia debía retornar a su país. Regresé a casa llorosa para el almuerzo y mi padre, de la nada, me dijo: “Hija, no me hago problema si eres lesbiana o bisexual”.

Yo, sorprendida, reaccioné con un “¿por qué me dices eso?”. Él me respondió: “Es que estás triste porque tu amiga se fue y hasta lloraste, me das a entender que sientes algo por ella”. En mi cabeza no cabían esas palabras. Mientras comíamos,  pensaba  que era la oportunidad para hablar con él”, entonces le pedí: “Pa, podrías silenciar la televisión, tengo algo que decirte”. Él me miró y yo con la cabeza abajo y susurrando dije: “Sí, soy”. Mi padre no me escuchó bien.  “Sí soy, pa; sí me gustan las chicas”. Mi papá me miró atónito y preguntó: “¿En serio, hija? “Lo siento mucho”, respondí. Me abrazó y me dijo que ya lo sabía, que no me preocupara, que jamás me lo reprocharía, “ahora sé por qué luchaste por vivir cuando eras una bebé”. Nos abrazamos y lloramos, realmente fue emotivo y lindo momento, pese a que me pidió que no sea muy pública, pero a las semanas yo ya era parte de un congreso del colectivo TLGB, donde fui seleccionada como una de sus representantes.

Después se lo dije a mi mamá; me brindó su apoyo y me dijo que estaría bien mientras yo fuese feliz. Eso me motivó a ser activista pública y así conocí a mi primera enamorada y me enorgullecía caminar tomada de su mano por las calles de La Paz.

Del 2012 a la fecha puedo decir que el camino transitado desde la palestra pública no ha sido sencillo. Hubo tiempos en qué retorné al clóset (muchas veces) por miedo de perder oportunidades laborales, pues no faltaron las personas homofóbicas en el camino. En la universidad no sólo era visible sino que realizaba trabajos dirigidos a la visibilidad de la comunidad.

En 2015 decidí no retornar al clóset, que eso no era lo mejor para mí y tuve una relación maravillosa que duró más de dos años; sin duda, el amor de mi vida, pero al terminar la relación, las cosas cambiaron en mi vida.

Foto: South_agency de Getty Images Signature

En 2018 me independicé y eso derivó en tomar decisiones más sabias, pero en el camino resurgía el temor y ser “pública”. Tuve miedo al rechazo laboral, porque ahora me mantenía sola y no podía perder oportunidades. Por supuesto que he sufrido discriminación, por supuesto que me miraron mal, que susurraron a mis espaldas, y por supuesto que muchas amigas se alejaron. Ahora pienso que eso es parte del proceso de la visibilidad y que quienes van a estar son las personas que en verdad vale la pena que estén en tu vida.

Opté por ser más cautelosa, con un perfil más reservado. Publicaba fotos con hombres, pero creo que eso generó que me crean bisexual.

Hace un año encontré un trabajo en una ONG (cristiana). Tenía tanto miedo que solicité quitar todas mis publicaciones en relación al activismo LGBTIQ+; pedí: “Borren todo, no quiero que eso me perjudique”. Nuevamente el miedo. Me dije: “antes de ser lesbiana soy profesional”. Hasta intenté estar en una relación con un chico para que nadie sospechase, lo que me afectó mucho.

Luego trabajé en investigaciones de la comunidad, donde se estableció que la aceptación de la familia es la más importante y así lo considero. Pero también soy muy crítica con eso, porque much@s compañer@s sufren por eso y yo les digo que piensen “es tú vida, tú eres quien va amar, rompe ese lazo, y ten coraje de hacer tu vida”. Pero sé que para muchos no es fácil.

Si en mi caso, mis padres no lo hubiesen aceptado, de igual manera hubiese seguido mi camino, porque al final es mi felicidad. Creo que el clóset no es un lugar seguro para amar, porque es hermoso presumir a tu pareja, besarla en los parques, cuidarla y estar en las buenas y malas, pese a los prejuicios.

Espero que algún día este miedo se vaya de mí, no vuelva y pueda ser feliz sin prejuicios y con mejores políticas públicas que puedan respaldar nuestra seguridad al caminar; y que dejen de matarnos por amar de igual manera.


Edición: Liliana Carrillo

Ilustración de portada: Merlina Anunnaki. 

Ilustraciones internas: Sebastián Franco.

Fotografías: Andrés Mallo.


Mabel Franco Ortega es periodista. Trabajó en los diarios Presencia, Última Hora y La Razón, donde fue redactora y editora del área cultural. Creó el suplemento cultural Tendencias de La Razón y cofundó la plataforma periodística La Pública.
Mabel Franco Ortega es periodista. Trabajó en los diarios Presencia, Última Hora y La Razón, donde fue redactora y editora del área cultural. Creó el suplemento cultural Tendencias de La Razón y cofundó la plataforma periodística La Pública.