La pesadilla de Dionisia Sarzuri inició el 18 de mayo del 2013, cuando su hija fue asesinada por su pareja. Ella es una de las centenares de madres bolivianas de víctimas de feminicidio que dedican su vida para castigar a los victimadores de sus hijas. Pero es una de las pocas que logró su objetivo después de ocho años, entre juicios suspendidos y sentencias revisadas.
Edición 36. Lunes 27 de septiembre de 2021
Dominga Quenta Sarzuri vestía solo una chompa de cuello alto color negro y nada debajo de la cintura. La joven de 36 años colgaba de la ventana del segundo piso de una casa, ubicada en la calle Montaño de la zona “16 de julio”, en la ciudad de El Alto. Su violentador la sujetaba de los cabellos.
“Me va a matar, ayúdenme”, gritaba con la desesperación de la que presiente el final.
A los segundos, Emilio Casa, su pareja, la soltó. El piso se tiñó de rojo aquella madrugada del 18 de mayo de 2013.
Así recordó, más tarde, la escena Jackeline Averanga. Ella vio, atónita, desde su ventana que daba en diagonal al cuadro aterrador.
Dominga fue trasladada por los vecinos y su pareja a la Clínica Candelaria. En el lugar la médica Shaxi Churqui explicó que ya nada se podía hacer porque la paciente ya había muerto. Con ello, su hija de nueve años quedó huérfana.
Su madre Dionisia Sarzuri, comerciante de oficio, fue la primera de su familia en conocer la tragedia. Ese momento inició su calvario en búsqueda de justicia.
El corazón de la mujer de 58 años, en aquel entonces, se partió en mil pedazos, pero se reconstruyó para que el feminicidio de su hija no quedara impune.
Las primeras investigaciones apuntaron a Emilio Casa, su pareja y padre de su hija, como el principal sospechoso del crimen. Este fue enviado, inmediatamente y de manera preventiva, al Penal de San Pedro de La Paz.
Dominga «escapó a la calle para pedir auxilio, pero su agresor Emilio la tomó a la señora de los cabellos fuertemente y a jalones la metió a su casa”, relató Jackeline Averanga al policía de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (Felcc) de El Alto, que fue la primera instancia que atendió el caso.
Jackeline dormía profundamente cuando despertó por los alaridos de dolor de Dominga. Lo mismo hizo Lucio Pinto Mamani, quien también escuchó los gritos a las 02:23 de la madrugada.
“Mi vecino Emilio primeramente dijo que la señora por problemas de celos se tiró por la ventana y él quiso agarrarla; posteriormente cambió su versión y dijo que la señora abrió la ventana y pensando que era la puerta salió y se cayó”, explicó don Lucio, en su informe al policía Jimmy Roque, quien inició la investigación del feminicidio.
Con esas declaraciones y con los antecedentes de episodios violentos previos, el acusado esperaba el juicio en prisión. Doña Dionisia creía que Casa Uturuncu pagaría por el crimen. No fue así.
A los seis meses de encierro salió de la cárcel para beneficiarse con arresto domiciliario. “Pero caminaba tranquilo por las calles”, recordó Dionisia Sarsuri, la tarde de marzo de 2018.
Aquel día la conocí cuando ella pedía justicia en las puertas del Tribunal Quinto de Sentencia de El Alto, después de que se suspendiera por enésima vez la audiencia del juicio.
«En esos meses sólo tenía al abogado de la oficina de Defensa Pública y él (el acusado) contrató a abogados que cobran muy caro, porque tiene mucha plata”, lamentó.
La apariencia de doña Dionisia Sarzuri es frágil. Mide 1,58 centímetros, pero su caminar es seguro y ágil como si estuviera en una carrera de caminata de 100 metros planos. Su manta y pollera ocultan su delgadez. Su mirada es inquisitiva y su conocimiento sobre la demanda penal sorprende, pese a que sólo asistió dos años a la escuela.
“Él ha matado a mi hija, hay testigos y el informe del forense es clarito”, dijo con voz clara, mientras cargaba en su aguayo uno de los cuadernos de más de mil hojas de investigación. Esa documentación le simbolizaba su perseverancia y sacrificio, y evitaba que se rindiera ante decenas de recursos legales que presentó el imputado.
Cuatro meses antes del asesinato de su única hija, ella intentó alejarla del agresor. Incluso quiso denunciarlo por las agresiones físicas y psicológicas constantes que recibía Dominga, pero por la normativa vigente las autoridades policiales no recibieron su caso porque argumentaban que no era la víctima.
Dominga era contadora de profesión y en poco tiempo llegó a ser supervisora de la entidad bancaria donde trabajaba.
“Él le decía que había logrado el cargo porque se metía con sus jefes; la insultaba, por eso le dije: ‘joven para ti no va faltar mujer, alejate de mi hija’. Un tiempo mi hija quiso rehacer su vida, ya tenía otra pareja, pero este Emilio le seguía a los lugares que iba”, contó.
Piensa que Emilio Casa se obsesionó con su hija porque creía que era el dueño de su vida y que no tenía derecho a tener otra pareja. Ese tipo de actitudes por parte de los feminicidas es común —como se explica en el estudio del Fondo de Población de las Naciones Unidas—, pues de los 173 casos de feminicidios analizados, el 92 por ciento de los autores se creía dueño de la vida, cuerpo e integridad de la víctima.
“Ella podía criar sola a su hija; era profesional, trabajadora y yo me vendo artículos de aseo. Las dos podíamos estar juntas, viendo crecer a mi niña”, me dijo, ya a inicios de marzo de 2019. Ese día tenía los ojos hinchados de tantos días sin dormir y llorar en silencio la ausencia de Dominga.
Su nieta estaba a punto de cumplir 15 años y sentía la ausencia de su madre más que nunca. Había días que la angustia y ansiedad se apoderaban de la adolescente.
“Cuando era niña me decía: ‘Mami no llores, mi mamá está al lado de Dios, si sigues llorando la va sacar del cielo’. Ahora está triste en lugar de estar alegre y con sueños como cualquier chica de su edad”, relató, apenada, la abuela.
Hace ocho años, Dionisia era de esas madres orgullosas de los retos de su hija. Tenía 58 años, aunque gracias a su rostro y figura delgados aparentaba ser más joven. Eran tiempos de soñar juntas, trabajar y ver crecer a su nieta.
Pero gritar justicia hasta quedar ronca y caminar días y noches con los pies adoloridos en medio de trámites y abogados, durante tantos años, la dejaron con el rostro marchito, mirada perdida y ojos irritados por llorar sin consuelo.
Dionisia es una de las centenares de madres bolivianas de víctimas de feminicidio que dedican su vida a encontrar castigo para los victimadores de sus hijas y, al mismo tiempo, en cuidar a las y los huérfanos.
“Qué puedo hacer tengo 64 años, a veces quiero morir. He pensado en matarlo y matarme. Más de siete años en los juzgados y no hay justicia. ¿Dónde más puedo ir qué más puedo hacer?”, reclamaba, hace dos años, en las puertas de la Iglesia de San Francisco, donde iba a pedir a Dios que la escuchara.
Aunque la defensa de Emilio Casa Uturunco presentó decenas de recursos durante el juicio para cansarla, ella mantuvo firme su decisión de lograr justicia para su hija. Sin embargo, hubo días oscuros cuando sintió que su fortaleza se desmoronaba, como aquella vez que gritó, desesperada, en plena audiencia que había corrupción y que por eso su caso no avanzaba.
«Tanto suspenden las audiencias, hemos pedido al Consejo de la Magistratura y al Ministerio de Justicia, con varias cartas, que vean mi proceso, pero no me hacen caso, ¿qué puedo hacer?», exclamó. Su mirada se nubló, su rostro surcado por arrugas se mojó de dolor.
Ni las sentencias significan justicia
Finalmente, el 13 de marzo de 2019, el Tribunal Quinto de Sentencia de El Alto, dirigido por el juez Edgar Choquenaira, condenó a Emilio Casa Uturunco a 30 años de cárcel sin derecho a indulto, por el feminicidio de Dominga Quenta.
“Ahí está el asesino de mi hija, a veces pienso que se ríe de mi dolor porque tiene dinero”, dijo Dominga, tras conocer la sentencia.
Ese día creyó que era el final de su calvario, pero su alegría se desvaneció cuando su abogado, Roberto Burgoa, le explicó que la defensa de Casa decidió apelar la decisión del Tribunal.
“La apelación fue admitida al margen de los plazos señalados por la ley y un memorial sin la firma del acusado”, reclamó, más tarde, el abogado de doña Dionisia.
Esta nueva acción judicial, le recordó a Dionisia cuando en 2013 el fiscal Harold Jarandilla decidió investigar el caso de Dominga Quenta por el delito de homicidio culposo, pese que, precisamente, en marzo de ese año se había tipificado de feminicidio a los asesinatos en razón de género.
“Hay demasiada corrupción. Tanto he tenido que caminar, pagar al abogado y reclamar por mi hija asesinada”, rememoró doña Dionisia, claramente agotada y demacrada.
Después de un año y ocho meses, de suspenso y angustia de la madre, la Sala Penal Tercera del Tribunal Departamental de La Paz confirmó la sentencia y declaró improcedente la apelación del sentenciado.
“Querían cansarla; esperaban que se muera”, concluyó Roberto Burgoa, mientras hojeaba el Código Penal y enumeraba los artículos que habría vulnerado los vocales de la Sala Penal Tercera, quienes, sin embargo, ratificaron la sentencia contra el asesino.
El fallo fue emitido el 12 de noviembre de 2020 y firmado por los vocales Henry Sánchez y Margot Pérez. Otra vez, Dionisia pensó que su pesadilla llegó a su fin. Pero a los meses se enteró que el padre de su nieta decidió pedir la revisión del juicio al Tribunal Supremo de Justicia, la última instancia dentro del sistema judicial.
“¿Hasta cuándo?, sino de una vez que lo declaren inocente, que me digan que es mentira que la arrastró de los cabellos para seguir golpeándola y matarla”, dijo, tras enterarse de que el Tribunal admitió el recurso de casación.
Muchas veces se sintió morir de angustia y rabia. En más de ocho años en juzgados, entre oficinas de abogados y la ausencia de su hija pasaba de la fortaleza a la derrota.
“A la vecina que testificó, que vio el crimen, el Emilio Casa le ha procesado. He pasado de todo en este proceso, pero no me voy a cansar, voy a seguir hasta mi muerte. Me la ha matado, ahora (ella) estaría con su hija, (quien) este año sale bachiller y no tiene a su mamá. Tengo 66 años, soy mayor, pero el juicio no termina”, lamentó y su mirada se nubló como el día que se enteró que su hija estaba muerta.
Su viacrucis enfrentaba otra etapa. La sentencia fue a revisión al Tribunal Supremo de Justicia. El recurso de casación fue admitido en enero de 2021 y desde entonces la incertidumbre fue la compañera de su agonía los últimos seis meses.
Doña Dionisia apenas aprendió a leer, pero en estos ocho años, obligada por la angustia y con sed de justicia, conoció a detalle las etapas de un juicio por las múltiples audiencias suspendidas, fallos demorados y la burocracia judicial.
Durante los ocho años de proceso, Dionisia fue revictimizada, peregrinando por juzgados, la fiscalía y oficinas policiales. Además, todo el proceso le demandó más de 15 mil dólares, agotando sus ahorros de toda una vida. “Hubo un desgaste emocional que afectó su salud y economía”, reclamó su abogado.
Pese a todo ello, Dionisia llegó fortalecida a la mañana del 30 de agosto de 2021, cuando conoció que el Tribunal Supremo de Justicia ratificó la sentencia de 30 años de cárcel contra Emilio Casa Uturunco.
“La sentencia está ejecutoriada”, le dijo Burgoa. Le explicó que solo restaba que el Juzgado de Ejecución Penal de El Alto emitiera la orden de captura.
Esa sentencia se sumó al ínfimo número de casos de feminicidios que llega a ese punto en el país. Hasta mediados de este año, solo el siete por ciento de los más de 800 feminicidios denunciados desde 2013 llegó a juicio y solo el uno por ciento contaba con sentencia ejecutoriada, de acuerdo con los datos de la presentación del estudio «Estado de Situación de la Violencia Contra las Mujeres en Bolivia 2021«, elaborado por el Ministro de Justicia.
Al fin Dionisia durmió tranquila la noche previa a la mañana en que dos policías ejecutaron el mandamiento de captura contra el feminicida.
Estos lo detuvieron al ingreso a su trabajo en el Hospital Boliviano Holándes de El Alto, donde Casa era funcionario público porque en su certificado de antecedentes penales no aparecía aún que tenía una sentencia, en primera instancia, desde 2019. Esto se debe a que la Ley 348 establece que esa figura aparezca solo con sentencia ejecutoriada.
Dionisia llegó hasta el lugar para comprobar que el asesino de su hija sea llevado al Penal de San Pedro. Ese momento sintió que su esfuerzo tuvo sentido.
Al verla, Emilio Casa la amenazó. “Me dijo que voy a morir. Me da miedo, ahora pido garantías a la familia Casa Uturuncu”, me contó la mamá que dedicó ocho años de su vida en búsqueda de justicia para su hija.