El cierre de fronteras, a causa de la pandemia del coronavirus, dejó a varias personas lejos de su país. Una de ellas es Atty, una ciudadana estadounidense, que quedó varada en Salta, Argentina, donde conoció a Vivi. Compartieron unos cinco meses de convivencia y urdieron una amistad en la que, además, se trasluce un ensamble de sus respectivas historias, lo que conduce a pensar que haberse hallado no fue pura casualidad.
Miércoles 03 de febrero de 2021
Ilustración: Merlina Anunnaky.
Mayo del 2020: Con los reflejos prácticamente intactos, Atty caza una nueva botella de vino tinto malbec —la cuarta o quinta— y la descorcha con la misma habilidad con que Diego Maradona rebasó a los ingleses en el 86. Más desinhibida al hablar que unas horas antes, la gringa cuenta que manejó varios bares donde se vendía tequila y mezcal, y que allí aprendió no solo los pesares del mundo laboral y lo insalubre que es mantenerse en vigilia por las noches, sino que además forjó una cultura alcohólica envidiable. También se lo atribuye a su genética; asevera que ella le hace honor a su padre. Sirve el vino en las copas y mira firme y sonriente, con un semblante que dejaría inerme y embelesado hasta al más honesto de los antiimperialistas.
Acaece el roce y la confianza avanza a raudales. La conversación va fluyendo de tal manera que se ventilan intimidades y no parece haber grandes límites por el idioma. Se habla un poco en inglés y mucho en español. El vino trae, entre otras mieles, un desenvolvimiento antes inusitado. El torbellino de temas va desde las anécdotas divertidas hasta los recuerdos dolorosos. Al sostenerse las miradas y detectar cierto destello se pasa del pasado al futuro en un instante y, aunque sobran las palabras, también se habla de proyectos por venir.
La intención más inmediata que tenía se encuentra interrumpida por la pandemia del Covid-19. Su destino final, antes de regresar a Estados Unidos, era Ecuador, donde hay una escuela internacional de yoga en la que pretende formarse para luego ahorrar y abrir un centro dedicado a esa disciplina. Atty todavía no tiene 30 años y considera que Latinoamérica cuenta con lugares preciosos para vivir. De hecho, no descarta que su escuela de yoga se enraice en Salta, Argentina, donde pasó varios meses de cuarentena. Lo dice y arrebata ilusiones hasta para el menos practicante del yoga, que bien podría ser también el más honesto antiimperialista.
No hace falta conocerla mucho para notar que es una mujer decidida y autosuficiente. Perdió a su madre cuando era apenas una adolescente y temprano en la vida se hizo cargo de responsabilidades que los jóvenes a menudo postergan hasta bien entrados los veintitantos. Es sensible sin por eso doblegarse ante las emociones. Hace un sorbo largo y concluye el último trago de vino antes de cobijar entre sus brazos a cuanto antiimperialista haya caído rendido frente a su ritmo etílico, imposible de seguir.
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Enero del 2021: En marzo del año pasado, el virus empezó a cundir por Argentina y rápidamente algunos gobiernos provinciales tomaron medidas de seguridad sanitaria. Jujuy picó en punta con la suspensión de clases y Salta decretó su cuarentena dos días antes de que el presidente Alberto Fernández hiciera lo propio con el país. El rumor de encierro preventivo tuvo una vida efímera puesto que no se barajó la posibilidad con mucha antelación, ni en los medios ni en los discursos gubernamentales. De hecho, en febrero, el ministro de Salud del país, Ginés González García, desestimó la alerta mundial poniendo como prioridad la epidemia de dengue que año a año toma por sorpresa a los cerebros que deciden sobre la salud argentina.
El Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) tomó por asalto a muchos desprevenidos y se precipitó para quienes lo contemplaban como una posibilidad que podía darse, quizás, algunas semanas después. Mediados de marzo fue la fecha decidida, cuando todavía los contagiados no sumaban ni un centenar. Además de la cuarentena se cerraron las fronteras y se impidió el egreso e ingreso de personas al país.
Con el paso de las semanas y el desarrollo de la pandemia las decisiones gubernamentales fueron modificándose en relación al ASPO; se escalonaron las etapas hablando de fases y se explicó que en algún momento —que todavía no llegó— habrá una “nueva normalidad” (tal vez con cyborgs al gobierno y extraterrestres al poder). La necesidad de recuperar aspectos de la vida cotidiana, entre otras cosas una gran diversidad de rubros laborales, generó que la cuarentena se fuera flexibilizando en los lugares menos afectados. Sin embargo, la cuestión de las fronteras permaneció más restrictiva, no tanto para los que buscaban la repatriación a Argentina y sí, especialmente, para quienes pretendían salir con rumbo a sus naciones, que a su vez tenían disímiles políticas con respecto a los viajes de repatriados.
Durante casi un semestre, hasta que la mayoría de las flexibilizaciones a la cuarentena impactaron en todo el país, el oficialismo, sus repetidores y sus seguidores confiaron en dos planteos discursivos: 1) Que nos enfrentábamos a una encrucijada entre salud y economía, y que el gobierno se inclinaba por la primera; y 2) Que la cuarentena era la única vacuna que teníamos hasta que apareciera una hipodérmica. Este segundo planteo apostaba a defender la cuarentena y, en paralelo, depositaba la expectativa de superar la pandemia con una vacuna. De la mano de esa expectativa es que hoy gozamos del “mundo feliz” que pinceló Aldous Huxley (1932), aunque hemos reemplazado la píldora por una aguja que se inocula y ofrece cierta inmunidad al Covid-19 —el alcance de la inmunización de la Sputnik V no está comprobado—.
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Marzo del 2020: El 18 de marzo Salta anunció la cuarentena obligatoria, con suspensión de los viajes inclusive, siguiendo la línea dura de encierro que, hasta entonces, solo parecía posible a manos de un gobernador obtuso, como Gerardo Morales de Jujuy. El cuadro de sorpresa fue generalizado ya que nadie esperaba que las restricciones alcancen tantos ámbitos. Interrumpir las clases, como ya había ocurrido con la Universidad Nacional de Salta, se preveía como posible, pero aplazar el poder judicial, las administraciones públicas, el transporte, la circulación, los comercios y un largo etcétera fue sobrecogedor hasta para los más convencidos de que aislarse era un acierto sanitario.
Atty había recaído en la provincia apenas unas horas antes y no demoró en enterarse de la noticia, pese a que manejaba el idioma con dificultad y no cultivaba la costumbre de leer noticias locales. Los hosteles le cerraban la puerta en la cara y hasta la acusaban de haber traído el virus al país. Nadie tenía la paciencia de escuchar su español ralentizado, con el que trataba de explicar que desde hacía un año que no volvía a Denver y que venía de otra provincia argentina. Lo peor fue cuando en los almacenes le negaron el ingreso, y, por ende, el poder de compra. “De verdad no tenía qué comer”, confesaría unos meses después, rememorando la desesperación que sentía cuando por unas horas estuvo imposibilitada de hospedaje y alimento.
Consiguió alojamiento en un hostel que le puso una condición: debía estar sola en una pieza. Ella asintió con la cabeza comentando que viajaba sola así que eso no representaba ningún inconveniente. La respuesta le hizo vivir en carne propia la lógica de la escasez como principio del mercado capitalista: debía quedarse en soledad en la única habitación disponible, que, según le dijeron, era para ocho personas. Es decir, debía pagar por ocho personas. No tuvo más remedio que aceptar por esa noche y contratar un servicio de cadetería, todavía vigente solo por algunas horas más, para abastecerse de comida comprada. Claro, la situación le quebrantó la economía viajera, pues, como se cansó de recordar muchas veces después: “No tengo dólares, hace más de un año que estoy en Argentina y Uruguay”.
Por gracia de un conocido suyo que había entablado vínculo con un argentino en Australia logró contactar a alguien en Salta, a Vivi. Cuando una rubia de 1,70 aproximadamente, esbelta y de grandes ojos azules le abrió la puerta, Vivi no supo si estaba frente a una sucursal humana del imperio norteamericano, mirando a un ángel de un cielo católico en el que no creía ni cree o ante una suerte de princesa anglosajona. Atty, en cambio, hizo una mueca de alivio tan sincera que Vivi de inmediato entendió que la piba era nada más que una muchacha muy asustada, desamparada.
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Julio del 2020: En medio de la despedida de Atty, Vivi se retira a un costado y observa de lejos la reunión de vecinos en plena sobremesa. Se apoya en un pilar y enciende un cigarrillo armado, pues los precios de la pandemia y los hábitos de la viajera yanqui la condujeron a fumar tabaco suelto. Desde que llegó a vivir a Salta —ella tampoco es oriunda de la provincia— nunca había dejado de lado los cigarrillos industriales ni el hábito compulsivo de encender varios por día. Suelta el humo y otra vez se le desbordan los lacrimales. Desde que Atty llegó, hace unos cinco meses, no solo dejó de comprar paquetes de puchos sino que también se hizo habitué del yoga y de las charlas de amigas. Amigas de dos generaciones distintas porque Vivi ya está por encima de los 50 años.
Para nada está desacostumbrada a las ausencias, al contrario, bien podría decirse que Vivi es una maestra en el arte de haber aprendido a sobrellevarlas. Tuvo dos hijos, Augusto y Etna, quien falleció cuando todavía era una niña, generando la ausencia más honda que pueda experimentar un ser humano. Aún así, desde que llegó a Salta Vivi nunca vivió sola. Por la pandemia y algunos avatares de su vida personal estuvo a punto de quedarse en soledad hasta que Augusto le avisó que una amiga de un amigo que había conocido en Oceanía estaba varada en Salta. Si ella se acostumbró a los cigarrillos sueltos, Atty se acostumbró al mate y al pan casero, a la vecindad que rodea la casa de Vivi y a una generosidad jamás vista en el país epicentro del individualismo mundial.
Vivi hace una pitada larga y achina los ojos pretendiendo que el humo también sea motivo para expulsar lágrimas, Observa el tendero de fotos que preparó para despedir a Atty. Recuerda que la gringa se emocionó mucho al verlo y hace un rictus mientras llora, así es que emerge un arcoiris de emociones que le debilitan las piernas. Se sienta en el suelo y entra en estado de sopor, un tanto desvanecida apoya la cabeza en uno de sus hombros. Tiene reminiscencias de risotadas, de llantos, de forreadas, de caminatas. De momentos compartidos. Muchos almuerzos, muchas cenas, muchos desayunos. Mucha cotidianidad. Lanza un suspiro al aire y recarga los pulmones recuperando el aliento. Regresa a la mesa y pretende no pensar en la ausencia por venir.
Con una entereza digna de su maestría en sobrellevar ausencias, pasa el resto de la tarde sin dramatizar ningún momento en particular. La rectitud se esfuma cuando se encuentra, unas horas más tarde, lavando y secando los platos junto a Atty, ambas vestidas de entrecasa, como buenas concubinas. Ni una ni la otra son muy expresivas a niveles físicos. Pero, de un momento a otro, Vivi se acerca y la estrecha en un abrazo apretado que Atty responde con apuro, como si hubiese estado esperando habilitación para demostrar todo su afecto. La dueña de casa se muerde los labios y estruja los ojos para no llorar, se siente en el compromiso de no incomodar a Atty. Esta, en cambio, se libera como nunca antes y estalla en llanto. Vivi no la suelta e intenta calmarla. Atty promete que algún día volverá. Ambas sueltan lágrimas y ríen al unísono.
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En algún momento : En un fragmento de esos cinco meses compartidos, inesperados y emotivos para las dos, charlan en el living de la casa. Atty toma vino y Vivi café.
—Vivi, yo sé que no te gusta mucho hablar de esto, pero nosotras dos nos teníamos que encontrar.
—¿Lo decís por lo de tu mamá y por lo de mi hija? Creo que sí, que nos teníamos que encontrar, pero no me gusta creer que es por lo que ambas perdimos. No sé, es raro verlo así, aunque tal vez sería lo lógico.
—No somos lo que viene a tapar aquello que perdimos, tenés razón.
—Un clavo no saca otro clavo. ¡Y no estoy diciendo que seas un clavo eh! —se ríen—. Me refiero a que vos no venís a reemplazar a mi hija ni a llenar ese vacío, ni yo voy a ocupar el espacio que dejó tu mamá. Eso no quiere decir que nos encontramos por mera casualidad, yo también creo que nos teníamos que encontrar.
—Por supuesto. Pero, claro, ni yo soy tu hija ni vos sos mi madre.
—Exacto.
Atty sorbe vino, se pone de pie y anuncia que se retira a bañarse. Vivi asiente y se queda cavilando. Como el clima está gélido y se siente algo consternada, la mujer de 50 y tantos aprovecha para buscar ramas afuera y encender la salamandra. Se hipnotiza ante el flamear y se compenetra tanto con el crepitar que lo percibe en su propio pecho, como si adentro suyo se hubiera encendido una certeza incontenible y voraz tal cual el discurrir del fuego. Se queda inerte hasta que siente que Atty se para a su lado, con el pelo todavía húmedo.
—Yo te quiero como si fueras mi madre porque me cuidaste como si fuera tu hija.
—También te quiero como a una hija, Atty.
No se abrazan. Se quedan en silencio mirando la hoguera.
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