La alarmante realidad de la crisis climática

Ara Goudsmit Lambertín

El sexto informe del IPCC, titulado “Alerta roja para la humanidad”, muestra que las actividades humanas tienen gran responsabilidad del abrupto calentamiento global. Éste presenta datos que son difícil de dimensionar, pero que, al ver y sentir los sucesos ambientales, se puede tener alguna idea de la gran magnitud y el peligro de este fenómeno.

Edición 31, 25 de agosto de 2021

Los sucesos en la naturaleza —vistos en las pantallas— parecen increíbles efectos especiales que tiñen de rojo paisajes convertidos en fuego, aguas que desbordan las ciudades o vientos que arrasan la naturaleza. Los incendios progresivos en la Chiquitania o que en las últimas semanas invaden Europa superan la fantasía de la catástrofe retratada en las distopías.

Este espectáculo se vuelve más estridente con los alarmantes datos que presentó, la segunda semana de agosto, el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), los cuales demuestran que no habrá ningún lugar en el planeta que esté a salvo.

Este informe, que fue abalado por 195 gobiernos y basado en más de 14.000 estudios, podrá ser una de las guías durante la Cumbre del Cambio Climático (COP26) en Glasgow en la que deberían tomarse, en noviembre, drásticas decisiones.

El reporte pronostica que para mantener temperaturas que eviten mayores desastres (por debajo de 1,5 grados) se requiere que todo el planeta, no sólo los países ricos —los grandes responsables del desequilibrio ambiental— emitan cero emisiones antes de 2050.

Esto significa que un país como Bolivia tendría que poseer una agenda para reducir sus emisiones de carbono de forma progresiva, que en su mayoría se dan por la extracción de hidrocarburos y la agroindustria. Uno de los desafíos más grandes para el sector público y privado será pensar y construir una economía que se nutra por fuera de estas dinámicas extractivas y deforestadoras.

Aun así, el informe plantea que el daño actual fue tan grande que, aunque ahora mismo se detuvieran las emisiones de carbono y metano (algo que está lejos de pasar) el clima tardaría entre 20 y 30 años en volver a tener una cierta estabilidad. Por ello, las medidas que se tomen ahora –así como también las que se omitan– marcarán el futuro climático, junto a sus consecuencias sociales.

Los bomberos y voluntarios combaten los incendios que no dan tregua en la Chiquitania. Foto: Anahí Paravinici.

La década decisiva

Este compendio de investigaciones expone cifras que no caben en la mente: números milenarios que superan la propia existencia como especie. Las escalas de tiempo con las que dota este documento parecen propias de un espectáculo sin precedentes, una serie de récords peligrosos para la vida en el planeta.

Por ejemplo, desde hace dos millones de años el nivel atmosférico de dióxido de carbono no había alcanzado tan inmensas cantidades como ahora. No sorprende, entonces, que las temperaturas que registra esta última década superen cualquier estimación de 650 siglos atrás. Este calor estuvo disolviendo los glaciares y poniendo en peligro a las regiones costeras y a las islas del mundo y dicho derretimiento no fue detectado en los últimos 2000 años.

El aumento excesivo de metano en la atmósfera —un gas que tiene la capacidad de calentar el planeta 80 veces más que el dióxido de carbono— no fue registrado hace ocho mil siglos. Este gas es ocasionado por la agroindustria y ganadería insostenibles que causan la deforestación de millones de hectáreas de bosques, actividades económicas que también son grandes autoras de los incendios forestales.

Los megaincendios que ocurrieron en los últimos diez años fueron ocasionados, casi en su totalidad, por el aumento abrupto de la temperatura de la biosfera.

En un reporte de la NASA en 2018, Europa estuvo denominado como el continente menos afectado por los fuegos que arrasaban en las regiones tropicales. Hoy, esta historia es distinta.  

Francia, Turquía, Italia, Grecia, Rusia, todos con fuegos alimentados por las olas de calor. En la región Yakutia en Siberia —que posee la ciudad más fría del mundo por vivir alrededor de los cincuenta grados bajo cero— los incendios ya quemaron más de 1,4 millones de hectáreas. Esta destrucción de bosques ha liberado tanto carbono como el producido en Alemania a lo largo de un año.

Esta desaparición de bosques implica un detrimento a la salud humana pues posibilita el incremento de zoonosis, la transmisión y contagio de virus y patógenos portados por animales al ser humano.

“Las enfermedades siempre han salido de los bosques y la vida silvestre y han llegado a las poblaciones humanas: la peste y la malaria son dos ejemplos. Pero las enfermedades emergentes se han cuadruplicado en el último medio siglo en gran parte debido a la creciente invasión humana en el hábitat, especialmente en los «puntos calientes» de enfermedades en todo el mundo, principalmente en las regiones tropicales. (…) El alcance del problema es enorme y complejo. Solo se conoce un 1% de los virus de la vida silvestre”, menciona el reportaje del New York Times al respecto.

Un animal salvaje calcinado en el bosque chiquitano. Foto: Jerjes Suárez Ruiz.

Bolivia tampoco es una excepción: en las últimas semanas en el departamento de Santa Cruz se han reportado la quema de 150.000 hectáreas, casi cinco veces el tamaño de la capital cruceña, según el programa Manejo de Fuego de la Gobernación de Santa Cruz. Pero, ese número podría ser aún mucho mayor;  la Fundación Amigos para la Naturaleza reporta que entre enero y julio de este año  749.000 hectáreas de pastos, cultivos y bosques fueron siniestradas.

Resulta difícil encontrar la cordura en estas cifras y escenarios abismales. Pero claro está, y el informe del IPCC también lo establece, que, inequívocamente, las actividades económicas humanas son las causantes de este calentamiento.

Potencia imparable

Si las acciones humanas perpetúan sus ritmos actuales, para 2100 tendremos un aumento de aproximadamente tres grados en la temperatura terrestre. Esto resultaría en un ambiente casi invivible en grandes regiones de la Tierra por las asfixiantes olas de calor, continuos incendios arrasadores, tierras inertes para la agricultura, la furia del agua y la lluvia inundando sin distinciones geográficas.

El fuego arrasa la Chiquitania. Foto: David Castedo / Bomberos Forestales Quebracho

Estos fenómenos ya están mostrando su potencia imparable sobre el mundo, pues no hay estructura que detenga la fuerza extrema de la naturaleza. Los arrecifes de coral no podrían existir en un planeta tres grados más caliente y con esto también moriría la pesca que está bajo su sustento, y la Amazonía tendría que luchar por no desaparecer en la segunda mitad de este siglo.

En consecuencia, si seguimos en esta cadencia, necesitaríamos los recursos de cinco planetas para satisfacer el híper consumo de un país como Estados Unidos, o cuatro para compensar la demanda europea.

Mientras más tardamos en dejar de calentar el planeta, menos chances habrá para recuperar los equilibrios eco-sistémicos. En este caso, la alternativa estaría en utilizar inmensas máquinas de geoingeniería no probadas y altamente invasivas que servirían para absorber carbono de la atmósfera; tecnologías que pueden favorecer a ciertos climas del mundo y desolar a otros.

El problema con esta solución es que, al ser financiada en su mayoría por la industria petrolera, no plantea una reducción en las emisiones de gases de efecto invernadero, sino sólo su absorción, lo que conduce a no cambiar los métodos de producción que han conducido al calentamiento global.

Propuestas para la vida

Hablar de la Tierra sólo como una cuestión de números y catástrofes advenideras parece no preguntarse sobre el lugar de la humanidad en el planeta. Sin embargo, existen varias propuestas que tratan de pensar, sentir y construir formas de vida sostenibles.

Por ejemplo, las filosofías del Buen Vivir (Ecuador) o Vivir Bien (Bolivia) están basadas en el pensamiento y prácticas quechuas y aymaras, entre otras diversas tradiciones indígenas, las cuales sostuvieron una relación más armoniosa con la Tierra.

Incendio en Roboré. Foto: Anahí Paravicini.

El movimiento del Decrecimiento (Degrowth) en Europa busca introducir economías donde el crecimiento no sea el objetivo último de la producción para construir nuevos indicadores de una vida digna y sostenible; y el movimiento de jóvenes de distintos lugares del mundo “Fridays for the Future (Viernes por el Futuro)” también convoca a tomar acciones inmediatas para que las generaciones venideras tengan un futuro habitable.

En general, los activistas globales por el cambio sistémico tratan de mostrar que la solución al cambio climático no empieza por soluciones individuales, sino por un reajuste común de las dinámicas socioeconómicas y culturales.

Estas propuestas no sólo analizan datos de la experticia científica, también se preguntan y actúan para indagar cómo la humanidad puede reconstruir su relación con el planeta para la sostenibilidad.

Esto muestra que la evaluación física del clima puede estar reduciendo y separando el mundo en enormes cifras difíciles de imaginar.

El investigador brasileño Godofredo Pereira, en su estudio sobre las fronteras subterráneas, relata que la ciencia pone a la Tierra como un problema de código y de manejo de data. En este escenario, el mundo vivo y complejo cabe en una tabla de Excel donde no se muestran las relaciones profundas entre el humano y su entorno.

Por ejemplo, cuando un bosque desaparece, no sólo cuentan los números de hectáreas eliminadas o las toneladas de carbono que expulsan los árboles en su desaparición. También resulta fundamental narrar la sabiduría genética formada en miles de años de evolución, los grupos sociales que constituyeron allí su historia, las comunidades que continúan viviendo ahí o las interrelaciones entre animales, plantas y humanos que desaparecen en medio del fuego. La memoria sensible e íntima entre el humano y la naturaleza se va borrando cuando sólo se expresan números.

En consecuencia, los datos climáticos, con sus alarmas, parecen incapaces de hablar de un mundo donde los humanos no son los únicos agentes ni protagónicos del cambio: son también receptores.

La naturaleza invade, provoca, perturba, cuestiona a la sociedad, por lo que es necesario reconocer la agencia y la historia de la naturaleza sobre la historia humana y las relaciones entrelazadas entre humanos, animales y ecosistemas para establecer mejores relaciones con el planeta.

Para Donna Haraway, los humanos viven en medio de una multitud de encuentros con que va moldeándose mutuamente. En sus palabras: “Ser uno es siempre devenir con muchos”, unos muchos que también están afectados por los grandes efectos del cambio climático.

En este interludio de la espera por el devenir del futuro como especie, el calor y el clima harán que prestemos más atención al mundo y, con esto, a una nueva forma de pensar la vida en él más allá del cálculo científica.

Foto portada: Cortesía Anahí Paravicini


Ara Goudsmit Lambertín es investigadora y escritora colaboradora con distintos medios de comunicación. Trabaja en torno a saberes y memorias territoriales en contextos extractivistas. Cuenta con estudios en Ciencia Política de la Universidad de Los Andes, Colombia; y una maestría en Geografía/Estudios del Antropoceno de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.
Ara Goudsmit Lambertín es investigadora y escritora colaboradora con distintos medios de comunicación. Trabaja en torno a saberes y memorias territoriales en contextos extractivistas. Cuenta con estudios en Ciencia Política de la Universidad de Los Andes, Colombia; y una maestría en Geografía/Estudios del Antropoceno de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.