La espiritualidad es el gran refugio mojeño

Karen Gil

Aunque arraigada en la fe católica, la vivencia espiritual es el núcleo que protege la cultura de los indígenas mojeños de San Ignacio de Mojos, Beni. La conexión con la naturaleza es profunda y se manifiesta a través de las festividades. Su cosmovisión coexiste en un entorno en el que convergen otros dos mundos -carayanas y collas-, que son amenaza palpable e intangible para este pueblo indígena.

Edición 140. Lunes, 9 de septiembre de 2024.

Rosa Ledy Sucubono, indígena mojeña ignaciana, remueve con energía el majadito de pollo en la gran olla que está sobre la cocina a gas; mientras tanto, otras mujeres preparan afuera la misma comida en los fogones de la antigua cocineta construida con bambúes. Todas ellas alistan el almuerzo desde muy temprano en la sede del Gran Cabildo Indigenal, la casa grande de los mojeños ignacianos. 

Son las once de la mañana del martes de Carnaval de 2024 y se siente el ajetreo en varios espacios del cabildo situado detrás de la iglesia de San Ignacio de Mojos. Las esposas de las autoridades indígenas y algunas mamitas abadesas se afanan para terminar de preparar los alimentos, en tanto los más jóvenes ayudan a alistar sillas y mesas. Se espera a más de 100 personas una vez que concluya el último de los tres días de oración que realizan los mojeños en esta época.

“Nosotras no acostumbramos a vender las cosas. Se las da con mucho gusto a la gente que viene”, relata Rosa, mientras sigue atenta la cocción del majadito.

Para que nadie que llegue hoy se quede sin comida, las mamitas abadesas que pertenecen al grupo del Cristo también prepararon majadito en sus casas. Los víveres para tal fin fueron provistos por la directiva del Cabildo Indigenal, que estiró el presupuesto que la Alcaldía de San Ignacio de Mojos destina a las festividades religiosas y a la Ichapekene Piesta. Como los recursos no son suficientes, las mamitas aumentaron pollo y arroz de sus propias provisiones.

De a poco llegan las memes (señoras, en mojeño ignaciano). Muchas, ayudadas por sus esposos o hijos, traen ollas bien envueltas en trapos sobre carretillas, las que se empujaron por varias cuadras desde los hogares, pues las zonas donde habitan los indígenas están alejadas del centro del pueblo. 

El cabildo, también conocido como Santo Belén, ha sido históricamente un espacio de oración colectiva y de encuentro para los indígenas. Desde ese lugar, los integrantes del Gran Cabildo Indigenal organizan las festividades religiosas, principalmente la Ichapekene Piesta, la fiesta grande que, con sus danzas, es el puntal de la cultura viva de los mojeños ignacianos.

Por todo ello, y a partir de la declaratoria de la Ichapekene Piesta como Patrimonio Intangible de la Humanidad, en 2012, el Concejo Municipal de San Ignacio la declaró patrimonio histórico, religioso, espiritual y cultural material.

El complejo misional está conformado por el templo, la parroquia y El Belén, además de la Cruz Misional ubicada en la plaza principal.

Frontis del cabildo Indigenal. Foto: Ezequiel Vela.

En ese espacio es que los indígenas ignacianos expresan su cultura y es, junto con la iglesia, su refugio espiritual. Por eso, cuando llegó la pandemia del coronavirus en marzo de 2020 y se impuso la cuarentena en Bolivia, las mamitas y los taitas se dieron modos de reunirse aquí para orar juntos y así, según su creencia, no enfermarse. “Se murieron de viejitos, de viejitas; nosotros vivimos de la fe y es así como conseguimos para mantenernos (y) para hacer nuestra festividad”, había dicho el corregidor del Gran Cabildo Indigenal, Gregorio Nuni, la semana anterior.

El ajetreo del cabildo se contrapone con el ritmo que se vive dentro del templo, donde los mojeños ignacianos cumplen con el último de los tres días de oración. Esta vez es el turno de los integrantes de los 44 conjuntos musicales que bailan en la Ichapekene Piesta, evento que se celebra con danzas y músicas ancestrales cada 31 de julio en honor de su patrono, san Ignacio de Loyola.

Los macheteros acompañan la oración. Foto: Karen Gil.

Los macheteros acompañan la oración con su baile desde el umbral de la puerta del templo. Al poco rato, esa música cesa para dejar escuchar al coro ubicado al fondo de la iglesia, aunque las voces no lleguen hasta afuera.

La invasión carayana

Lo que ahora sí se oye, a lo lejos, es el ritmo buri que viene del Club Social Moxos, situado en la esquina diagonal izquierda, atravesando la plaza principal. Allí, seis jóvenes tocan instrumentos metálicos de viento, un tambor y unos platillos también de metal. Entonan la conocida música camba, aquella que se escucha en el Carnaval de la ciudad de Santa Cruz y de la gente denominada blanca o mestiza del Beni.

“Es su tradición. Si estuvieran más cerca no lo permitiríamos. A veces pasó, pero nosotros hablamos con ellos y explicamos que no es factible que ellos toquen y nosotros recemos”, cuenta Ignacio Inchu Vela, cacique del conjunto de los macheteros, durante una pausa.

Ése es el modo que tienen de festejar el Carnaval los blancos o los carayanas, como les llaman los indígenas. Lo celebran al igual que en otras ciudades del oriente boliviano, con banda buri, caravanas de personas recorriendo por las calles, a veces sobre camionetas y otras a pie, pero siempre con la banda. Así derrochan su alegría. 

Al igual que los indígenas, ese sector tiene sus distintos momentos de celebración durante la época carnavalera. El sábado por la noche, la fraternidad Los Haraganes, la más antigua del pueblo, celebró sus 50 años con un despliegue de glamour y colorido. Globos de colores y poleras conmemorativas de cada año colgaban en las paredes. Las mujeres lucían vestidos elegantes y smoking los varones. 

Entre los invitados estaba el alcalde de San Ignacio de Mojos, Juan Carlos Abularach, ganadero y miembro de una de las familias con mayor tradición en el rubro. La autoridad entregó a los representantes de Los Haraganes un reconocimiento: una figura del machetero tallada en madera. 

“Como primera autoridad celebro la iniciativa de la fraternidad Los Haraganes de seguir incentivando la cultura carnavalera, tradición que lleva muchos años; (esta) comparsa carnavalera lleva año tras año reinventándose y conectando la cultura ignaciana”, dijo y fue muy aplaudido.

Los carayanas llegaron a San Ignacio de Mojos durante la época republicana, a finales del siglo XIX, provenientes de Santa Cruz y atraídos por el negocio del caucho. Así, desde 1900 entró con mayor fuerza a esta región el mundo blanco, tanto nacional como extranjero. Los recién llegados se asentaron en tierras donde vivían los indígenas, a quienes sometieron y despojaron de parte de su territorio, tanto en lo que ahora es el centro del pueblo como en los alrededores. Muchos de estos inmigrantes se dedicaron a la crianza de ganado.

La meme Lourdes (nombre cambiado), de 80 años y aún con una memoria muy lúcida, recordaba esta mañana en su casa que, cuando ella era niña, cuatro familias ganaderas, entre ellas la Abularach, se asentaron en las esquinas de la plaza, donde antes vivían los indígenas. Éstas y otras familias llegaron también al bosque, un espacio extenso por donde los antiguos habitantes recorrían libres para cazar, pescar, recolectar y relacionarse con la naturaleza, pues los indígenas no tenían el concepto de finitud ni propiedad de su territorio. En ese monte se encontraban los chacos o plantaciones de plátanos y cacaotales de los mojeños ignacianos.

“Papá tenía antes sus chocolates, tenía su potrerito (donde se crían vacas), todo se lo quitaron. Me acuerdo que cuando me casé con el papá de mi hijo, teníamos nuestra parcela, igual nos la quitaron”, relata la meme con voz baja y dulce frente al altar con la imagen de Cristo crucificado, que luce en su sala.

Con el tiempo, las tierras despojadas a los indígenas fueron dotadas de forma legal en gobiernos militares de facto de la década de 1970. De ese modo, los ganaderos comenzaron a acumular miles de hectáreas. La investigación Las tierras bajas en Bolivia del PIEB revela que, hasta finales de la década de 1990, el 53% de las tierras bajas en el país (28,8 millones de hectáreas) estaba en manos del 28% de los beneficiarios, medianos y grandes propietarios. La mayoría de esas propiedades superaban los tamaños máximos establecidos en la Ley de Reforma Agraria de 1953. 

Esa situación se reflejaba en San Ignacio de Mojos y mucho no ha cambiado. Solo basta recorrer las carreteras circundantes al pueblo: a los lados se extienden grandes extensiones de tierras para ganado, contrarrestando con el bosque amazónico.

Esto afectó a los mojeños ignacianos residentes en el área urbana, ya que no solo disponen de menos espacios para producir o deben recorrer mayores distancias para cazar, sino que también complica la celebración de sus fiestas religiosas. Por ejemplo, ahora deben adentrarse mucho más en el monte de las comunidades indígenas para encontrar el árbol de piraquina, con el que hacen el palo encebado. En el marco de la Ichapekene Piesta, cada 1 de agosto un hombre trepa hasta la cima del palo de 16 metros de altura, a modo de replicar cómo Ignacio de Loyola flameó la bandera como señal de lucha, perseverancia y fe.

Si bien en este municipio, mayoritariamente indígena, se titularon tierras colectivas a favor de tres territorios indígenas, habitados por cinco pueblos indistintamente, en la actualidad aún hay tierras reclamadas como ancestrales que no fueron revertidas. Precisamente los mayores problemas están relacionados con el Territorio Indígena Mojeño Ignaciano (TIMI), donde solo se titularon poco más de 53 mil de las 98 mil demandadas hasta el 2022. Por ese motivo, hasta la primera década de los 2000 se identificaron 107 mojones rojos, es decir lugares que son reclamados tanto por los indígenas como por los ganaderos carayanas, de acuerdo con el estudio Provincia Mojos. Tierra, territorio y desarrollo, publicado por CIPCA y la Fundación Tierra.

El cabildo o Santo Belén es el espacio de oración colectiva y de encuentro para los indígenas. Foto: Fernando Hurtado.

El despojo territorial también ha permeado la cultura.  

La meme Lina (nombre cambiado) —delgada, morena, de 78 años y con ojos achinados—, al terminar de cocinar majadito de carne de res en la cocineta del cabildo y saludar en mojeño ignaciano, afirma que ya nada más las personas mayores del cabildo hablan el idioma y que sus hijos y nietos solo lo entienden. Cuenta que, en décadas pasadas, los carayanas, que controlaban la educación en las escuelas públicas, prohibieron a los niños hablar en su lengua nativa y que por eso ellas dejaron también de enseñarla.

“Ellos (los carayanas) son los que nos quitan el idioma. Ellos son los profesores y por eso se ha perdido el idioma”, asegura Lina. La afirmación es compartida por la mayoría de los mojeños ignacianos, quienes sienten que actitudes de ese tipo son expresiones racistas frente a lo indígena.

En la sala de la meme Lourdes hay un biombo de bambú en el que cuelgan sus tipoys (vestido tradicional): algunos blancos, con los que se viste como mamita abadesa, y otros de colores, que usa cotidianamente. A la izquierda llama la atención una fotografía colgada en la pared: es el retrato de una joven Lourdes. En la imagen ella luce con el cabello recogido en una cola baja, un collar como de perlas y un vestido de mangas cortas. Ésa no es la foto original, «me la cambiaron”, dice molesta. 

La fotografía original era, explica Lourdes, pequeña y en blanco y negro. En ella aparecía con sus dos trenzas, un tipoy y su típico rosario de madera. Cuando llevó la foto a un estudio para que la amplíen y coloreen, el encargado hizo algo más y sin consultarle eliminó las señas indígenas que la identificaban.

Esas pequeñas actitudes a las que estuvieron y aún están expuestos los pueblos indígenas hacen que muchos de los jóvenes se avergüencen de sus raíces. María Eugenia Carrizo, voluntaria de la parroquia de San Ignacio de Mojos, y que acompaña los procesos de la educación de los indígenas, explica que algunos mojeños dicen no comprender su idioma, aunque lo haga, o incluso se autodenominan mestizos.

Una narrativa común que el mundo occidental ha impuesto es que los indígenas de tierras bajas y de la Amazonía son flojos, pero con ello ignoran la práctica que consiste en cultivar no parcelas sino grandes extensiones de tierra. «Mucho político, muchas autoridades a nivel nacional están mirando nuestros territorios colectivos. Quieren parcelarlos porque dicen que somos flojos. ‘No hacen chaco, no hacen nada y no tienen nada’, dicen”, reclama el corregidor Nuni.

El problema de fondo es que no se comprende la relación que los mojeños ignacianos tienen con su entorno, con la naturaleza. Ignacio Apaci, cacique de la parcialidad Santos Varones, explica que, además de aprovechar lo que la naturaleza les provee, ellos también interpretan las señales que ésta les comunica cotidianamente. Por ejemplo, saben si va a llover cuando aparecen por la noche unos insectos llamados tapiocises.

La narrativa peyorativa contra los indígenas coexiste con el hecho de que los mojeños ignacianos son los encargados de revalorizar y proteger la cultura mojeña, como la Ichapekene Piesta, la cual es promovida tanto por las autoridades nacionales como municipales.

Son las doce y media y el tiempo de oración ha concluido. Los integrantes del coro musical salen del templo seguidos por la directiva del cabildo, las mamitas abadesas y el resto de los asistentes. Los dos bajones, instrumentos ancestrales que miden alrededor de un metro, son transportados por los intérpretes y por un colaborador, ya que su tamaño y peso dificultan su manejo en movimiento. La procesión avanza mientras don Pascual Masapaija, el maestro de capilla, del coro, va cantando:

Dichosos mortales postrados por los suelos

Pueden el misterio sacar en el sacramento

Puede el misterio sacar en el sacramento.

Aunque normalmente se acostumbra realizar una procesión por las calles, la lluvia que ha estado cayendo durante los últimos minutos obliga a que ésta se realice bajo el corredor exterior de la iglesia.

El Gran Cabildo Indigenal llega a su sede, donde las otras mamitas abadesas esperan con el almuerzo al pie del altar, en el salón principal en el que aparece la figura de san Ignacio de Loyola y cuadros con la imagen de la Virgen María. Ese altar fue decorado por las mamitas abadesas con motivos y encajes morados.

Las memes sirven chicha a los integrantes del Gran Cabildo Indigenal frente al altar. Foto: Karen Gil.

Las mamitas comienzan a servir la comida e invitan chicha en un cántaro de cerámica. Mientras tanto, los macheteros danzan como saludo ante el altar. Una vez que termina el baile, todos comen.

Los migrantes collas

Afuera y una cuadra más abajo, el Carnaval se celebra de manera distinta. En la puerta de su negocio, Juan Marcelo Iso, un joven oriundo de Llallagua, municipio minero de Potosí, prende una mesa ritual y la ofrece a la Pachamama.

Juan Marcelo forma parte de los inmigrantes de los valles y altiplanos de las tierras altas que llegaron a San Ignacio de Mojos hace unas tres décadas y se encargan de activar el comercio en el pueblo.

“Mis abuelos me enseñaron: siempre a mediodía hay que ponerle para que la Pachamama (Madre Tierra, en aymara) reciba con fuerza lo que pides, ya sean clientes, dinero, salud, esas cosas”, relata el comerciante desde el umbral de la puerta decorada con globos y serpentinas.

Más abajo, una banda andina toca con instrumentos de metal en medio de la calle, mientras una mujer baila morenada, así como otra gente que se le va uniendo. El ritmo es acompañado, de vez en cuando, por las detonaciones de petardos o cuetillos.

Así celebran los denominados “collas” el Carnaval. Hasta el año pasado también armaban la fiesta de ch’utas choleros en la calle, pero este año se fueron a celebrarlo a la ciudad vecina de Trinidad.

Este sector está ubicado en la cuadra siguiente del Santo Belén, y de a poco cambia el paisaje tradicional del centro del pueblo. Los horcones de madera son reemplazados por pilares de cemento y sobre las entradas de las tiendas hay letreros de Coca Cola. Productos en venta se exponen en la vereda, al estilo de las zonas comerciales de El Alto y La Paz. De este modo van modificando el pueblo.

Las antiguas construcciones, en las que aún habitan las familias indígenas son hechas con material del bosque, como el techo de jijapa. Foto: Karen Gil.

En las cuadras siguientes incluso hay un edificio en construcción de al menos cinco pisos. Aunque esta infraestructura va en contra de la normativa municipal que restringe las edificaciones a dos pisos en el centro histórico y a tres cuadras hacia el oeste, es fácil darse cuenta de que la norma no se cumple. Incluso en la esquina de la plaza hay un edificio de dos pisos, más una terraza techada, que es de propiedad de un ganadero.

El secretario Municipal de Desarrollo Humano, Cultura y Turismo, Bernardo Selum, explica que esas casas están fuera de norma y que deberían ser derrumbadas. Asegura que el actual alcalde —quien ya ha cumplido dos años y medio de su mandato— tomará las medidas necesarias. “El anterior alcalde permitió eso. Tienen que ser removidas”, afirma.

Pero el incumplimiento de la normativa, no solo se da por parte de particulares, sino que el mismo gobierno municipal proyecta restaurar la plaza central con una infraestructura moderna, sin haber realizado consultas a la sociedad civil, lo que generó molestia en el Gran Cabildo Indigenal. 

Es que el imaginario cultural en los espacios del centro aún es disputado en San Ignacio de Mojos. Al frente del sector comercial y detrás del cabildo está la controversial plaza de Jocheo, que pertenece al Cabildo Indigenal.

Hace algunos años, la directiva decidió alquilar el espacio a comerciantes collas ambulantes para que se asienten los sábados, para así generar ingresos propios para el funcionamiento del cabildo; la Alcaldía cuestionó la acción porque argumentó que el espacio solo podía ser usado para el jocheo de toros y que la feria da mal aspecto al pueblo. Sin embargo, las autoridades admitieron que los antiguos comerciantes que tienen sus tiendas de comercio se quejaron, pues los nuevos les hacen competencia, y a diferencia de ellos no pagan patentes.

Además de los espacios físicos, también hay un conflicto cultural latente. Hace algunos años, los collas quisieron incluir danzas típicas de tierras altas, como la diablada o morenada, en la Ichapekene Piesta, lo que no fue permitido por el cabildo. Sin embargo, cada vez hay más fiestas personales en las que estos ritmos son tocados por la banda.

La fiesta propia

Son las cuatro de la tarde y es hora de quemar las palmas. Los perepetos, la parcialidad compuesta por hombres mayores, reacomodan las palmas del Domingo de Ramos del año pasado sobre una calamina en el centro del Santo Belén. Por la lluvia, esta vez no podrán quemar las palmas en la intemperie, pero lo harán bajo techo dentro de la misma infraestructura, que mide al menos ocho metros de altura. 

Dos perepetos avivan la llama con las palmas. Foto: Karen Gil.

El fuego se enciende y dos perepetos remueven las palmas con unos palos largos. Muchos de los integrantes del cabildo contemplan la quema, de la cual resultará la ceniza que se usará mañana miércoles en la misa, para dar inicio a la Cuaresma.

La quema de las palmas es una tradición que se realiza el martes de Carnaval. Al terminar la quema, todos los integrantes se dirigen al salón y comienza nuevamente la música, pero esta vez ya no es religiosa, sino festiva. Las autoridades bailan en una fila de cuatro y tres columnas, mientras que las mamitas abadesas, organizadas de la misma manera, bailan al frente. Este es el modo de bailar de los mojeños ignacianos: en grupo y con pasos repetidos. 

Así continúa el Carnaval en el mundo mojeño ignaciano.

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*Esta es la tercera crónica de la serie «El Gran Cabildo Indigenal, el guardián de la cultura mojeña ignaciana»

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«Carnaval para rezar y la espiritualidad mojeña«.



Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).
Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).