La mujer del espejo

Karen Gil

Luna Sharlotte Humérez es una reconocida activista trans boliviana. Pero llegar a donde está fue un proceso largo. Esta crónica relata cómo de a poco Luna, quien fue una de las primeras en cambiar su identidad de género y la primera en casarse, se encontró en el espejo.

Fotos: China Martínez.

Edición 25. Martes 18 de mayo de 2021

“Luna es mi nombre y así quiero que me llamen … Tengo los mismos derechos como tú que eres mujer, porque soy mujer”.

Luna Sharlotte Humérez Aquino.

En su niñez, Luna solía usar ropa de varón y jugar fútbol con su hermano menor. Pero también se colocaba la manta y el sombrero de chola de su abuela frente al espejo. Cuando su abuela le sorprendía y quería arrebatarle de un jalón esos accesorios femeninos, su tía le decía: “Déjale mamá, es niño, está jugando”. La abuela se detenía, aunque no dejaba de reñir a su nieto. A Luna, en ese entonces, le llamaban Rudy Cristian y comprendía que la niña del espejo solo debía quedarse allí, en el espejo.

***

Mientras sus dedos trozan el ala de pollo al espiedo, Luna Sharlotte Humérez Aquino dice que la comida en esta rosticería no es tan mala y que lo único malo es la atención. Hace unos minutos, cuando hacíamos el pedido, la cajera —de unos 30 años, vestida con manta y pollera— no disimuló su disgusto por la presencia de Luna y de Estefanía. Ellas son mujeres transexuales, ambas desde su niñez supieron que estaban en el cuerpo equivocado, desde su adolescencia, de a poco, lo modificaron y ahora lucen como mujeres, actúan como mujeres, se sienten mujeres, son mujeres.

Son las tres de la tarde de septiembre de 2016. Estamos en una pequeña rosticería de pollos al espiedo, de esas que exhiben la comida en las aceras de la zona de Villa Dolores de la ciudad de El Alto; de esas donde el ruido del motor eléctrico del horno al espiedo se funde con las bocinas de los automóviles que atestan las calles alteñas y con el elevado volumen del televisor; y de esas donde la grasa se impregna en la ropa de los comensales.

Luna tiene 26 años, cabello largo color oro que contrasta con su piel morena, ojos cafés oscuros custodiados por pestañas postizas. Su naturaleza es ser lampiña por eso no toma hormonas para detener el crecimiento de su vello facial. Pero hoy, a diferencia de otros días, tiene un leve rastro en la barbilla y sobre sus labios rojos que solo es visible si se la mira con detenimiento. El tono de su voz es algo agudo. Su cuerpo delgado viste una chompa blanca con el cuello alto doblado a la altura de los hombros que le entallan su busto y cintura; un jean ajustado le forma sus caderas femeninas. Es raro verla tan abrigada, usualmente usa blusas escotadas para lucir sus senos que tanto le costaron tener.

A diferencia de su amiga, la voz de Estefanía, es más grave, pero ella lo agudiza. Su cuerpo robusto viste más osado: blusa cuadriculada con un escote al estilo Kim Kardashian y una calza fucsia, prendas que la hacen llamativa. Tiene 28 años y el cabello lacio oscuro, que para comer se lo sujetó en una coleta. Ella nació en Santa Cruz, oriente boliviano, de donde migró a los 18 años, primero a Cochabamba y luego a El Alto, ciudad de La Paz, donde reside actualmente, al igual que Luna.

Durante el almuerzo, ambas evocan la incomodidad que sienten cuando en lugares públicos son bombardeadas por miradas curiosas y comentarios juzgantes. “Mira a ese hombre vestido de mujer”, “¿Esa es en una trava, no? “¿Es gay o es trans?”, “¿Eso es chica o chico?”, “Mira a ese marica”, “Mariquita, maricón”, son algunas de las frases que escucharon los últimos 10 años de sus vidas.

Ahora que lucen como mujeres, las críticas a su alrededor disminuyeron, aunque las miradas recriminadoras no cesan.

Luna percibió esas miradas desde que comenzó su proceso de transformación. A sus 19 años, dos años después del salir del closet, de a poco convirtió su cuerpo masculino a uno femenino: corte melena, párpados y labios maquillados, y senos formados con esponjas. Su apariencia era una verdadera afrenta a los cánones de ser hombre y mujer. Aún tenía rasgos varoniles, no tenía las caderas de una mujer, pero las contorneaba como una. Su travestismo no pasaba desapercibido.

—“¿Me estás mirando carajo?”, le dije a alguien la primera vez que sentí esas miradas, se asustó y ya no me miró —recuerda. Alterada por el recuerdo, sorbe un poco de jugo para tranquilizarse—. No me gusta que me traten así. Algún momento me gusta ser el centro de atención pero en buen sentido, tampoco que se estén burlando.

—Pero es peor es si les enfrentás. “¿Nunca has visto un trans en tu vida?, yo les digo —interviene Estefanía con su tono cruceño, a tiempo de punzar con el tendedor una papa frita— Hay unos que te boconean, “Mira este cuenco de mierda, deberías morirte”, dicen.

En su proceso de construcción como mujeres, que duró, indistintamente, alrededor de cinco años, fueron tantos los momentos incómodos que pasaron a formar parte su cotidianidad.

Romper con la estructura binaria de hombre y mujer se convierte en un elemento transgresor mucho más en una sociedad como la boliviana, donde los jóvenes son obligados a ir al cuartel militar o, al menos, a cumplir con el servicio premilitar para convertirse en verdaderos hombres; o donde cuando a un niño que llora sus padres le dicen: “Macho, macho. No llore, ¿acaso es mariquita? Solo las niñas lloran”; o en un país donde el Presidente Evo Morales cree que las hormonas en los pollos causan “desviaciones” en el ser del hombre.

En Bolivia, los conceptos de las identidades transgéneros —que agrupan a transexuales, transformistas, travestis y otras— recién fueron utilizados desde los años noventa del siglo XX. Antes a todas éstas se las conocía como maricas u homosexuales y se diferenciaba su construcción identitaria a través de la ropa y del cuerpo, explica David Aruquipa, activista por los derechos humanos y transformista.

Dentro de estas identidades están las y los transexuales, que son aquellas personas que no se identifican con su sexo genético, por lo que construyen su cuerpo deseado. Ese cambio puede ser por medio de la vestimenta, tratamientos hormonales o intervenciones quirúrgicas —sin que sea necesario la reasignación genital— o todos juntos. Esta transformación no está relacionada con la orientación sexual y, en algunos casos, dura años. En ese proceso los géneros masculinos y femeninos se combinan o encuentran entre ellos.

 “Es incomprensible romper una estructura binaria, ni imaginarte una mujer con pene o un hombre con vagina, pero eso es real en las corporalidades en nuestro país y van a seguir existiendo, porque las están reivindicando como tal”, dice David, también conocido como Danna Galán, quien escribió el libro “La China Morena: Memoria Histórica Travesti”.

En su investigación, reconstruye la participación de travestis y homosexuales en la fiesta del Gran Poder, principal entrada folclórica de La Paz, en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. Revela que las travestis fueron las que crearon el personaje de la China morena, figura emblemática y sensual de la danza morenada, que en la actualidad es representada por mujeres.

“Imagínate ver a las maricas saliendo por las fiestas populares, por los lugares más transitados, todas travestidas: con esponjas o apretadas con corsés. Era un desafío al poder de decir ‘nosotras no vamos a seguir sus cánones de masculinidad porque tenemos nuestra propia construcción’”.

Pasaron 50 años de aquellas primeras apariciones públicas y actualmente todavía las travestis y transexuales son mal vistas. Éstas, al igual que el resto de la comunidad TLGB (Trans, lesbianas, gays y bisexuales), son discriminadas y no ejercen sus derechos plenamente. Es más, muchas veces su integridad física corre riesgo.

Eso lo saben bien Luna y Estefanía. Una noche en la que Luna aún estaba en transición, ella y su amiga, quien ya había completado su transformación física años antes, ataviadas con sexis y coloridas prendas femeninas fueron al Infinito, una discoteca de la Ceja de El Alto. Allí bailaron y bebieron. A las dos de la mañana salieron rumbo a sus casas. Del mismo lugar, dos tipos, que se dieron cuentan de la identidad de las muchachas, llegaron a su encuentro. Uno de ellos sujetó a Estefanía del cuello y cabellos, y con la ayuda de su amigo la golpeó mientras ambos gritaban “maricones de mierda”. Las patadas no duraron porque Luna, que logró escapar, encontró, a unos metros, adoquines sueltos y amenazó a sus agresores. Ellos se detuvieron, mas seguían cerca. “Déjenlos maricones, cómo van a pegar a dos mujeres”, se escuchó el grito de una señora, que llegó a la pasarela de la esquina. Recién los dos hombres se marcharon.

Ellas explican que las trans son agresivas por la violencia a la que se exponen. No tienen otro modo de defenderse.

—Te incomoda que todo el tiempo la gente te esté mirando, esté hablando de ti —dice Luna—, llega un momento en el que te pones fuerte y dices: “No voy a permitir que nadie más se ría o me haga algo”.

Mastica un último bocado de pollo. Se limpia con delicadeza su boca y sus dedos engrasados. Dice que tenía hambre, aunque la contradice el plato lleno de fideos y papas fritas.

Ella combina su tiempo en ocuparse de su tienda de ropa y en el activismo trans, que comenzó a sus 19 años. También en las últimas semanas, Estefanía y ella levantaron un mapeo de lugares de encuentro sexual de la comunidad TLGB en El Alto. Justo hoy, Luna debía entregar plantillas llenadas, pero ya no le dio el tiempo para bajar a la ciudad de La Paz por lo que está inquieta y a cada momento ve su celular.

—Yo me adelantó. Tengo que ir entregar el mapeo a mi hermano que está bajando al centro —dice a tiempo de pararse—. De ahí me voy a mi tienda, no ve en la tarde hay harta venta. Nos vemos allá en media hora.

Nos quedamos con Estefanía para terminar el almuerzo. Ella sí tiene hambre porque no desayunó. Por su actividad como trabajadora sexual, se levantó después del mediodía.

Luna (de celeste) posa junto a otras activistas trans.

***

En su adolescencia, Luna renegaba contra su cuerpo. Por eso, a escondidas, se coloreaba los labios y los ojos frente al espejo con el maquillaje de sus hermanas. Cuando éstas la descubrían, extrañadas de que su hermanito usara sus cosas, le contaban a su mamá. La madre se negaba a creer tal infamia sobre Rudy y las llamaba mentirosas o, a veces, catalogaba a su hijo de loco. Luna aún no tenía el cuerpo de mujer y su familia se aferraba a su identidad de varón. A ella no le quedaba otra que encontrarse solo en el espejo.

***

Son las nueve de la noche de viernes. Rosendo Humérez, el papá de Luna, junto a su segunda esposa, su hijo y su nuera charlan sin prestarle atención al televisor encendido. Estamos en la planta baja de la Sauna Virgen de Urkupiña, propiedad de su familia, que en las noches sirve de sala de estar. Luna y yo nos unimos a la plática hace unos minutos.

La conversación, de rato en rato, es opacada por los gritos de los sobrinos de Luna, que a modo de divertirse corren alrededor de la piscina, motivados por Yamil, su hermano menor.

—Rudy, digo Luna, anda fíjate a que los chicos no se metan al agua —le pide Cristian Junior, quien tiene uno de los dos nombres que ella llevaba antes de cambiarlos por Luna Sharlotte.

—Ya —contesta ella y corre hacia el más pequeño de sus sobrinos.

—No puedo todavía acostumbrarme a llamarle Luna —me dice mientras su hermana mayor juega con los niños.

No es el único. A sus padres les ocurre lo mismo. “No me sale de corazón decirle hija, porque lo he visto nacer niño, salió de mi vientre como un hijo. Quizás poco a poco me va salir”, me dijo su mamá hace unas horas.

Cristian Junior me invita un cigarro, el cual agradezco porque todo el día con Luna estuvimos en andanzas y necesito con urgencia relajarme.

Al ser activista, Luna tiene varias tareas que cumplir las que combina con las personales. Hoy tenía una entrevista en radio y reunión con la directiva del colectivo TLGB, de la cual es parte, en la ciudad de La Paz. Luego debía subir a El Alto para encargarse de su tienda y después encontrase con su madre y hermanas.

—¿Vos no fumas? —le pregunto a Luna tras disfrutar la primera bocanada.

—No fuma, no toma, no hace nada. Es un santo ahora —intervine su papá.

—¿Antes no era? ¿Qué era, diablo? —Luna se ríe y apaga la luz de la piscina.

—Grave.

—¿Tomaba mucho?

—Grave. Ha ido tres veces al hospital por intoxicación. Pero como se ha transformado igualito ha transformado su vida. Ya está más tranquilo.

Desde sus ocho años Rudy, como le decían, entonces, se sentía a gusto con todo lo destinado para mujeres. A sus 12 años, se dio cuenta de que le gustaban los chicos. A modo de dar indirectas a su familia, usaba aretes de mujeres. Cuando sus padres le preguntaban al respecto, él contestaba con un simple “porque me gusta”. A sus 17 años confesó su orientación sexual a su padre. Don Rosendo no atinó a decir palabra y se puso a llorar. Luego de un rato le explicó que no lloraba porque sea gay sino que le deba terror de que la sociedad lo maltratase. Tiempo después le dijo a su mamá, quien al parecer entró en shock pues no recuerda ese momento. Las que mejor lo tomaron fueron sus dos hermanas y hermano. “Ya sabíamos”, le dijeron.

Más que salir del closet como gay, lo que más le costó fue explicar a su familia que en realidad quería verse como una mujer. El miedo la invadía. En su mente estaban las historias de rechazo que las trans sufrían en su entorno familiar. La vivencia de Mario, uno de sus mejores amigos, daba vueltas en su cabeza. Mario comenzó a hacerse crecer el cabello y a vestirse de a poco con atuendos femeninos y a llamarse Consuelo. Cuando sus padres se enteraron, lo echaron de su casa durante un tiempo.

Por eso, Luna no se animó a desvelarse ante los suyos y se travestía a escondidas. Esa época coincidió con su gusto por salir a fiestas hasta el día siguiente. Frecuentaba bares y discotecas. Se emborrachaba hasta que su cuerpo ya no aceptaba más alcohol. Tres veces la hospitalizaron por intoxicación. Pero la última fue la definitiva. “Casi me muero. Los tistapis no se pasaban con nada”, me dijo la primera vez que hablamos.

Niega que la razón por la que bebía se debía a la imposibilidad de su transformación, su familia cree que sí tenía que ver. Lo cierto es que dejó de beber en 2012, un año después dejó de travestirse y comenzó con las operaciones para convertir su cuerpo, definitivamente, a uno femenino. Pero para que eso sucediera, primero debía terminar con sus miedos.

Y ese día llegó, dos años antes. Gracias a que había declarado su homosexualidad, era conocida dentro del gestante movimiento alteño TLGB. Por eso, con otras personas, organizó el primer Desfile de orgullo gay en El Alto y aprovechó el momento para dejar a un lado sus temores. El 27 de junio de 2009, noche antes del Día internacional del Orgullo Gay, desfiló vestida de chola. Caminó por toda la Ceja a vista de una ciudadanía sorprendida por la realidad que quería esconder. Luego se trasladó hasta la ciudad de La Paz, sede de Gobierno, donde se celebraba un gran acto. Fue la sensación, iba de chola y en representación de El Alto, ciudad conformada, principalmente, por migrantes aymaras. Las cámaras de televisión no dejaron de enfocarla. No usaba antifaz como muchos de los participantes, que querían proteger su identidad. Así la reconoció su tío. ¡Su sobrino Rudy vestido de mujer en la tele!

—Mi hermano me dijo que le había visto. Ahí empezamos a charlarle, le dijimos: “Te aceptamos como eres. Vos vas a vivir con nosotros”. Como mi hermano dice cada uno es arquitecto de su propia vida. Y ella ya ha empezado a transformarse. Ya no quería tomar, ya no quería salir, más hogareño se ha vuelto. Ha sido un cambio rotundo —recuerda su papá.

Don Rosendo comienza a pijchar coca, que saca de una bolsita verde, y explica que ahora le gusta como es su hija, porque es feliz y, por ende, la familia también.

A su mamá, nacida en un pueblo pequeño del departamento de Potosí, también le tocó verla como mujer en la televisión. Su hija mayor le mostró en el momento en que Luna hablaba en un programa sobre los derechos de la comunidad trans. “No puede ser”, dijo y se quedó aturdida frente al televisor. A su retorno a Chile, donde trabajaba de niñera, lloraba todas las noches. Le preocupaba el qué dirá la gente, sus hermanas y la familia del padre de sus hijos. También le mortificaba que en la calle la agredieran. Se preguntaba “por qué mi hijo” y si se trataba de un castigo divino.

Esas cuestionantes nunca se las dijo a Luna, por el contrario, las veces que llegaba a Bolivia siempre le demostró su apoyo. Sus dudas recién se disiparon el año pasado, cuando aceptó, plenamente, la idea de tener una tercera hija.

—Me ha afectado mucho, mucho, pero ahora poco a poco me estoy acostumbrando. Yo he visto en Chile que hay mucho gay. De esa manera dije cómo no lo voy aceptar. Mi hijo no es el único. No lo puedo marginar, es mi hijo, ha nacido de mí. —Me dijo doña Lidia Aquino hace rato que tomábamos un café.

—¿Aún cree que es un castigo?

—No. Dios me ha debido traer un regalo.

Doña Lidia hasta el momento no escuchó ningún comentario malo sobre el cambio de su hija y aseguró que la defendería si sucediera. Al igual que en algún momento le tocó hacer a Cristian Junior

—¿Por qué es así tu hermano? —le preguntaban sus amigos.

—Porque le gusta. ¿Algún problema? —les contestaba, sin darles la posibilidad de que continuaran con sus críticas.

Luna tiene una personalidad segura. Es capaz de dar un discurso sin titubear en la sesión de honor de la juventud de la Cámara de Senadores sobre los derechos de la comunidad trans, de enfrentarse a gente que se opone a las identidades diversas en programas de televisión y de salir con poca ropa en las elecciones de Miss Travesti y saber que va a ganar. Pero hoy por primera vez la veo nerviosa. En el transcurso de la charla con su papá y hermano —lo mismo sucedió cuando estábamos con su mamá y hermana—, se muerde las uñas y sus palabras salen atropelladas. Al finalizar el encuentro con su familia, su voz tiene bajo volumen. Sabe que el proceso de sus seres queridos también fue difícil.

Nos despedimos de su familia y me lleva a su departamento, en el segundo piso de la infraestructura. Su papá se encargó que ella y su novio tengan un lugar bonito para vivir y que su, ahora, hija cuente con un negocio para mantenerse. Incluso le pagó las dos intervenciones quirúrgicas de caderas y senos añorados.

Todo ese apoyo incondicional le enorgullece y lo repite cada vez que la entrevistan. No es para poco, es afortunada. En el país, solo el dos por ciento de las trans es aceptado dentro de sus hogares, mientras que el noventa y ocho es rechazado, según datos de la Organización de Travestis, Transgéneros y Transexuales Femeninas (Otraf-Bolivia).

Luna pertenece a ese dos por ciento, su amiga Estefanía, no.

Ella confesó su orientación sexual a sus 12 años. Su mamá no apoyó su opción y tampoco contaba con recursos económicos suficientes para criarla. A sus 14 comenzó a prostituirse como gay en la plaza principal de Santa Cruz. A sus 15 se convirtió en mujer, guiada por Carena Santa Cruz —su madrina transexual— quien se oponía, sin éxito, a que siguiera sus pasos en las calles. A sus 18 se marchó de su ciudad porque sentía que avergonzaba a su familia. Ahora vende sus servicios sexuales en bares y alojamientos de El Alto y La Paz. No gana mucho pero es dinero al día, me dijo la vez que hablamos de su trabajo. Cobra entre 18 y 30 bolivianos. En un buen día puede ganar diez veces la tarifa, en uno malo, nada. “Ni para mi pasaje tengo y ahí te sentís opacada que no has hecho plata. Te sentís impotente”.

La falta de empleo a causa de la discriminación que sufren las trans, las arrastra a prostituirse. La mayoría de esa población (noventa y cinco por ciento) se dedica a esta actividad, me dirá después Laura Libertad Álvarez, presidenta de Otraf.

Laura —pelo rojo, lentes redondos, aretes con la forma de Frida Kahlo, voz tranquila, — se dedicó 12 años a la prostitución en la Avenida 20 de Octubre de Sopocachi. Tras su transformación, a sus 34 años, ya no volvieron a contratarla en el ministerio de Hidrocarburos y no pudo conseguir trabajo, su título universitario de agrónoma no le sirvió para nada.

“Es el camino de sobrevivencia, cuando hay carencias te prostituyes. No es dinero fácil pero es inmediato. No deja de ser un trabajo digno porque es una forma de emanciparte”, me dirá después de asumir como responsable de Educación y Difusión de los Derechos de Poblaciones en Situación de Vulnerabilidad en la Defensoría del Pueblo.

Laura Libertad sabe todos los riesgos a los que se enfrentan las trans en las calles, las cuatro cicatrices de su cuello se lo recuerdan. Una madrugada de 2014, un cliente la apuñaló con unas tijeras en su casa. Ella lo denunció por tentativa de homicidio. Ante una lenta administración de justicia y amenazas de su agresor, no siguió con la denuncia para no estresarse más ni exponerse a ella ni a su familia.

En el cuarto de Luna impera el rojo. Paredes, edredón apeluchado, lámparas, adornos, marco de sus espejos, todo rojo. Es una habitación amplia con luz tenue; dos muebles exponen accesorios femeninos y estrellas blancas contrastan el rojo de uno de los muros. Su cama a medio tender se impone al centro. Al lado derecho de ésta, sus más de 30 zapatos, la mayoría con taco alto, ordenados en cuatro hileras son cubiertos con un cartón. Al otro lado, sus grandes peluches, se confunden con maletas y ropa tirada por el suelo.

—Disculpa el desorden —me dice mientras levanta unas prendas íntimas—, cuando terminen de construir el vestidor todo esto va a irse allí.

Su vestidor será una habitación dedicada íntegramente a ella. Una gran alfombra roja estará destinada para que pose ante el espejo. Tendrá tres armarios, con amplio espacio para sus tacones de colores con plataforma. Dos grandes retratos fotográficos suyos decorarán el lugar.

Saca el álbum de fotos y me hace un paseo fotográfico por las veces que todavía lucía como chico y se travestía; sus viajes a España, Suecia, Dinamarca y Filandia donde fue a encuentros de diversidad sexual; y cuando ya contaba con su corporalidad femenina.

Le gusta su cuerpo como está y dice que no se hará más cirugías. Sus fotos la muestran siempre bien vestida y sexi, ya sea en sus actividades como activista trans o en las pasarelas —fue elegida Miss transexual en 2015—. Le encanta que la fotografíen y que le hagan reportajes. “Incluso una organización danesa durante mi transformación me hizo un documental que se llama Aymara Queer”, me dijo la primera vez que hablamos.

Lo que no le gusta es que los hombres crean que por ser trans esté dispuesta a tener sexo a la primera. Tiene varias amigas que hacen la calle y entiende su situación, pero quiere demostrar que no todas las transgéneros son prostitutas, estigma que carga esta comunidad, y que si la sociedad les da la oportunidad pueden hacer muchas cosas.

En todos estos años, recibió cientos de ofertas sexuales de todo tipo a través de su cuenta de Facebook, donde tiene 5.000 amigos y la misma cantidad de solicitudes pendientes.

En 2012, aún soltera, recibió una invitación para cenar, ella aceptó, aunque cambió la cena por el almuerzo.

—Me gustaría ir a un lugar más íntimo contigo, —le dijo su cita después de terminar la comida.

—¿Qué piensas que por el solo hecho de que me invites un plato de comida voy a ir acostarme contigo? ¡Papito yo puedo pagarme lo que quiera! ¡Así que te vas! —Lo echó molesta de su mesa.

La mayoría de las propuestas son más directas.

—Mamita, quiero estar contigo, tengo la fantasía de estar con una trans… ¿Cuánto quieres que te pague? —decía un mensaje de un desconocido.

Incluso muchos le mandan fotos de sus partes íntimas para animar en ella una respuesta afirmativa, las cuales son borradas rápidamente.

Esas propuestas, que ocupan su mensajería de Facebook y WhatsApp, en más de una ocasión le trajo problemas con Henry, su novio con quien vive hace siete meses.

Escuchamos la puerta de la calle, Luna cierra el álbum. Me dice que debe ser Henry que acaba de llegar de sus clases de música y va a su encuentro.

***

*Este texto presenta los dos primeros capítulos del original que se publicó en el libro de crónicas “Tengo otros sueños:  Seis historias de vida y lucha de mujeres bolivianas” Plural Editores, 2018.


Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).
Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).