La represión de Chaparina desde las y los niños indígenas

Alejandra Mónica Quijua, Karen Gil

Los ahora adolescentes y jóvenes de la Octava Marcha Indígena aún recuerdan el miedo que vivieron en la intervención policial aquel 25 de septiembre de 2011. Este 2020 se cumplirá nueve años del hecho y los responsables intelectuales aún están impunes.

Yeraldine, Stiben, Fernando y Darwin ya son jóvenes, pero no pueden olvidar la desesperación, incertidumbre y miedo que les produjo la violenta represión policial de Chaparina que vivieron de niños, durante la Octava Marcha Indígena.

Los cuatro nacieron en diferentes comunidades indígenas de la Amazonía boliviana y lo que les une es que participaron, junto a sus padres, en la Marcha en Defensa del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS) en 2011. Esta reunió a más de 1.000 comunarios de tierras bajas y altas en una protesta que llegó de Trinidad, Beni, hasta la ciudad de La Paz.

El otro factor en común es que aún rememoran, con claridad, la tarde del 25 de septiembre de ese año, cuando los policías disparaban gases por todo lado, corrían detrás de los marchistas, golpeaban a los que alcanzaban y maniataban con cintas de embalaje, con las que también cubrieron la boca a algunas dirigentas. Se acuerdan cómo ellos, en ese momento, gritaban y lloraban al ser alejados de sus padres.

Si para los adultos fue una sorpresa que aquel domingo la Policía reprimiera a los indígenas mientras descansaban, tras caminar 40 días, para los entonces niñas, niños y adolescentes fue una experiencia traumática.

Minutos antes de la represión, Stiben, de seis años, jugaba con su hermanito Yarel, de tres años, en el campamento que armaron cerca de la carretera a unos kilómetros de Yucumo, Beni. De pronto, su mamá gritó: “corran” y alzó al más pequeño. En medio de la confusión, de los gases lacrimógenos, llanto y gritos de los niños, Stiben se separó de su madre. Solo y con miedo fue auxiliado por un hombre que vivía cerca del lugar.

Al pequeño lo llevaron a un bus que se dirigió a un lugar que no recuerda, posiblemente a la parroquia de San Borja; pero lo que sí tiene en la memoria es que pasó la noche triste y con miedo. “’¿Dónde estará mi mamá?’, me preguntaba”, cuenta por teléfono desde San Ignacio de Moxos, Beni, lugar donde vive. Él ahora tiene 15 años y disfruta contemplar la laguna Isireri.

Su mamá, Juana Bejarano —dirigenta del Territorio Indígena Mojeño Ignaciano (TIMI) y actual presidenta—, esa noche no pudo dormir, pensando en Stiben y Darwin, su otro hijo, que en ese entonces tenía 17 años.

En la mañana siguiente se encontró con el menor. Ella aún tiene en su mente la cara de susto de su hijo que cambió al verla. Rememora el abrazo reconfortante y que rompió en un llanto agudo que contuvo la tarde y noche del día anterior sin saber el paradero de dos de sus cuatro hijos.

Además de Stiben, su hermana Yeraldine, de ocho años, también se alejó de su familia durante la intervención. Ella, al igual que la mayoría de los marchistas, corrió hacia la parte de atrás para internarse en el bosque. En el camino se encontró con doña Dorila, una amiga de la marcha. Juntas se escondieron en un arbusto y guardaron silencio para que los policías que pasaban cerca nos las vieran.

Después de una hora, salieron de su escondite pensando que la Policía ya se había ido, pero no fue así. Los uniformados las vieron y llevaron de vuelta a la entrada del campamento, donde unas horas antes Yeraldine comía unas naranjas con sus hermanos. Pero en ese nuevo momento, aquel sitio se convirtió en un escenario desconocido y horroroso.

Lo bueno de volver allí fue el reencuentro con su madre, quien estaba custodiada por policías, afirma Yeraldine, a través de la cámara del WhatsApp.

Al poco rato Yeraldine, Yarel y su mamá fueron trasladadas en camionetas y buses rumbo al aeropuerto de Rurrenabaque, donde los policías llevaron a la mayoría de los marchistas con el fin de despacharlos, vía aérea, a sus comunidades y así quebrar la marcha.

Antes de partir, Juana, desesperada y entre lágrimas, reclamó por Stiben y Darwin. Este último apareció unos días después. Él se escondió en medio del monte, donde pasó la noche.

Yeraldine ahora tiene 17 años y es madre de familia. Es delgada y de piel canela. Mientras habla, una sonrisa amplia se extiende en su rostro. Cursa quinto de secundaria y cuando salga bachiller quiere estudiar periodismo.

“Para que así las personas, se enteren lo que pasa en el país”, asegura.

El 15 de agosto de este año su mamá, sus hermanos y el resto de los comunarios del TIMI conmemoraron 30 años de la primera marcha por el Territorio y la Dignidad (1990). Aprovecharon a rememorar la represión en Chaparina: “Fue muy triste la verdad, pero valió la pena hacerlo”, concluye, recordando que este hecho no ha sido ajusticiado.

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Fernando (nombre cambiado), quien ahora tiene 16 años y cursa el cuarto de secundaria, escapó de la intervención junto a sus padres. Recuerda que sentía miedo de lo que podía pasar. Ese susto que vivió a sus siete años aún es algo que lo tiene presente.

“Tenía miedo de que la Policía nos atrapara”, cuenta por teléfono desde su comunidad, ubicada en el TIPNIS.

Él iba con su mamá, quien tenía nueve meses de embarazo, su papá y sus dos hermanos al arroyo cerca del campamento donde descansaban los 600 marchistas.

Mientras caminaban, escucharon gritos y disparos de gases lacrimógenos. Su mamá giró hacia la carretera y vio que decenas de policías se dirigían en camiones grandes y vagonetas para reforzar a otro grupo policial que ya se encontraba a unos 200 metros del lugar. Toda la familia se apresuró para huir de los efectivos policiales, a quienes no les importó que haya niños en el campamento y dispararon agentes químicos.

Su mamá —una comunaria del TIPNIS, quien pidió mantener su nombre en reserva por temor a represalias de algunas personas de su comunidad que están a favor de la cuestionada carretera— cuenta que había niños que dormían en las hamacas.

“Sus mamás les dejaron, escapando por todo lado. Algunos niños quedaron sin papá ni mamá, quienes corrieron. Más bien que yo estaba ese rato con mis hijos”, dice, a días de cumplirse nueve años de la represión.

La comunaria explica que muchas de las madres fueron con sus hijos porque no tenían familiares para dejar a los niños en las comunidades. Además, era una forma de enseñarles la lucha de defensa del territorio. Por eso, el día de la intervención había poco más de 20 niños.

La familia de Bertha caminó una hora en el monte y se escondió por otro par de horas, hasta que oscureció. En el escondite, su hija de 12 años le preguntaba a su mamá “¿Por qué son tan malos con nosotros?  ¿Qué les hemos hecho?” La entonces dirigenta no supo responderle.

Cerca de las ocho de la noche, a sugerencia del esposo de Bertha, salieron a la carretera, pues ya no escuchaban presencia policial. Llegaron al camino que va hacia San Borja, por medio de arroyos, donde se mojaron y untaron con barro. Allí tuvieron la suerte de subirse a un auto de periodistas que se dirigía a San Borja, donde muchos de los marchistas que habían logrado huir de la policía se reunieron.

Todos fueron a la plaza del pueblo. Allí se encontraron con madres, padres, hijos e hijas que fueron alejados de su familia. Luego fueron trasladados a la parroquia del lugar, donde se habilitó un refugio para los marchistas.

En la madrugada del día siguiente, los marchistas y sus niños, llevados a Rurrenabaque, fueron rescatados por los indígenas takanas y pobladores del lugar. Estos se refugiaron en la parroquia de ese municipio beniano. Allí, en las noches, los niños se despertaban con sobresaltos debido a la violencia que vivieron.

Jimena, una niña de 12 años e hija del entonces dirigente del Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (Conamaq), Rafael Quispe, hablaba entre sueños después del susto que vivió.

Durante la represión, la pequeña recibió un golpe con un palo en la cabeza, que causó que se desmayara en el suelo. Cuando su mamá la vio, creyó por un momento que estaba muerta. Al poco rato, los policías las jalaron para llevarles a los buses, por lo que el hijo menor salió del lugar donde se escondía, relata Jimena, en el documental Detrás del TIPNIS (2012).

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La represión en Chaparina a la Octava Marcha Indígena significó una de las vulneraciones más relevantes para ese sector cometido por el Gobierno de Evo Morales (2006-2019). Este hecho al no haber sido resuelto, nueve años después, continúa latente en la memoria de las y los marchistas.

“Es una burla mellar la dignidad de los pueblos indígenas. Es ver la impunidad (de los delitos contra) nosotros. Ninguno de los culpables está preso», afirma, indignada, Nazareth Flores, secretaria de Género de la Central de Pueblos Indígenas del Beni (CPIB).

Ella participó de la protesta en su calidad de vicepresidenta de la CPIB y fue una de las marchistas que, contra su voluntad, fue llevada hasta Rurrenabaque en uno de los buses. A los pocos días, a raíz del susto por la intervención, la dirigenta perdió al bebé que esperaba.

Flores aún recuerda la represión con tristeza y dice que es una herida que hasta ahora no sana. La tiene presente como si hubiera pasado recientemente.

Al poco tiempo de ese hecho, la Subcentral del TIPNIS y la CIDOB presentaron una demanda penal contra autoridades del Estado, entre ellos el entonces ministro de Gobierno, Sacha Llorenti. Pero este fue sobreseído por la justicia. Al año siguiente de la represión fue designado embajador ante la Organización de Naciones Unidas (ONU), donde trabajó hasta el año pasado, y actualmente es asilado político en Argentina. Los otros responsables tampoco llegaron a juicio y la demanda está paralizada.

Ante la inacción de la justicia boliviana, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) admitió en junio de este año la petición presentada, en 2012, por 64 comunidades indígenas que denunciaron al Estado.

También existe una sentencia del Tribunal Internacional por los derechos de la naturaleza, dictada en 2019, que establece que en el caso TIPNIS, el Estado boliviano violó los derechos de la naturaleza y de los pueblos indígenas en calidad de defensores de la madre tierra.

Entre las medidas de reparación inmediata está la identificación y sanción a los responsables de las violaciones a los derechos humanos de 2011, en Chaparina. Hasta el momento esas recomendaciones, que tienen carácter vinculante, no fueron escuchadas por el Estado, tanto en el gobierno de Morales como en el transitorio, de Jeanine Áñez.

Para Saul Molina, corregidor de la comunidad La Loma del TIPNIS, cree que uno de los motivos por los que no prosperó la demanda penal fue la división que causó el Gobierno del MAS en el TIPNIS y la CIDOB. Lo que provocó que haya voces que prefieren callar su demanda de justicia y que están de acuerdo con la construcción de la vía.

“La justicia está dormida, parece que todo se ha callado. Algunas personas seguimos luchando para que se haga justicia, pero ya no hay ese consenso de todos”, explica.

Molina, a sus 25 años, también participó en la protesta y fue parte de la guardia indígena, la cual fue desarmada a los pocos minutos del inicio de la represión.

Pese a la amarga experiencia de Chaparina, Molina cree que su paso por la marcha le permitió entender que la defensa del TIPNIS no se trata de solo vivir en el territorio, sino que, debido a las amenazas que le asechan, significa luchar contra estas.

«Cuesta una lucha que nuestros abuelos, nuestros antepasados han dejado como una herencia para que nosotros como jóvenes podamos defender nuestro territorio», afirma.

Para reivindicar esa lucha y demandar justicia en las instancias internacionales, la Central de Pueblos Étnicos Mojeños del Beni, (CPEMB) hará el 25 de este mes un acto simbólico en Chaparina.

Miguel Angel Uche Uche, actual dirigente de Tierra y Territorio de la CPEMB y encargado de la guardia indígena en la marcha, volverá después de nueve años al lugar donde la Policía vulneró los derechos de los indígenas.

“Queremos mostrar que los pueblos indígenas no olvidan que se han violado los derechos de niños, mujeres embarazadas y de todos los que estábamos en la marcha”, dice.


Alejandra Mónica Quijua
Alejandra Mónica Quijua

es una paceña que cursa el último año de la carrera de Comunicación en la UMSA. Realizó cobertura sobre vulneración de derechos laborales en la página digital La Izquierda Diario.

Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).
Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).