Las trabajadoras sexuales, durante la cuarentena rígida del año pasado, no pudieron darse el lujo de quedarse en casa junto a sus familias. Cuando los locales, bares y centros de diversión cerraron, salieron a trabajar con condiciones mucho más hostiles, contra el virus, contra el abuso policial y lidiando con la angustia de no dejar con hambre a sus familias.
Edición 32 / Jueves 19 de agosto de 2021
Para Alicia y sus compañeras trabajar durante la cuarentena rígida en 2020 no era una opción, era una necesidad y, al mismo tiempo, un agobio. Sabían que tenía que llevar comida a su casa como siempre, pero también estaban conscientes de que continuar con el trabajo sexual significaba arriesgarse a ser arrestadas.
Debido a que el trabajo sexual se mueve dentro de la informalidad —en la que no se puede hablar de seguro de salud, pensiones de jubilación, vacaciones ni ningún otro beneficio laboral— las restricciones impuestas del 21 de marzo hasta finales de agosto de 2020, significó para Alicia y su compañeras ingeniar formas de seguir trabajando.
“Si no tienes dinero, obvio que te tienes que acostar con el policía (que hacía los controles en esa época) porque muchos son abusivos y te amenazan con arresto. No le vas a pagar todo lo que has ganado”, me contó Alicia, trabajadora sexual de La Paz, al recordar los operativos que se hicieron en la cuarentena rígida.
Alicia es el seudónimo que ella eligió para este relato. Yo necesitaba saber más de ella antes de preguntar los detalles de los controles policiales que hubo cuando el coronavirus daba su primer golpe.
“Yo soy una mujer que va a sacar adelante a sus wawas trabajando, no pidiendo a un hombre que me mantenga”, fue una de las primeras cosas que me contó Alicia en alusión a la respuesta a uno de sus clientes que le ofreció una relación afectuosa antes de la pandemia.
No era la primera vez que la pretendían con promesas de amor que ella calificaba, siempre, de falsas. En sus más de 10 años ejerciendo este oficio las había escuchado a montones.
La desconfianza creció en ella como un tumor desde muy joven. Extraída de un mundo hostil que prefiere olvidar, Alicia es mamá de una niña de dos años y otro de siete. De ahí la fuerza para encarar cualquier obstáculo.
Su aspecto dista mucho de su actitud de leona. Es delgada, menos de un metro y cincuenta centímetros, los ojos pequeños y las manos diminutas. Sus cejas bien definidas me ayudaron a entender sus expresiones faciales que el barbijo cubría.
Los encuentros con Alicia fueron muy accidentados. Las tareas atendiendo a los hijos y organizándose para ir a trabajar eran tantas y solo había una Alicia para todas. Aún así pudimos conversar tres veces de las cuatro que quedamos; en una ocasión le fue imposible llegar a la cita.
La conocí el 17 de junio de 2020. Ella gritaba las arengas de su sector enfrente de la alcaldía paceña. Ese día, las trabajadoras sexuales adscritas a la Organización de Trabajadoras Nocturnas (OTN) protestaban pidiendo levantar las restricciones a los bares y centros nocturnos pues quedaron sin su fuente laboral.
En aquel entonces, las demandas de levantar las prohibiciones se hicieron comunes. La cuarentena rígida se había retirado a inicios de ese mes y varios sectores hicieron sus peticiones a las autoridades.
En el caso de las trabajadoras sexuales, sus movilizaciones tenían la cobertura de los medios de comunicación por la creatividad de sus carteles y por lo escondidas y expuestas a la vez de sus presentaciones. El anonimato como bandera.
Cubiertas con gafas y pañoletas, las mujeres que protestaban proponían aprobar un protocolo de atención adecuado al contexto del virus para trabajar de forma segura. Alicia hacía lo opuesto a esconderse, pues su fuerte voz atraía las miradas.
Cuando le pedí su número de celular me preguntó ¿Me puedo quejar en la TV (televisión)?. Sonreí y asentí. Así, hicimos una nota corta televisiva para el medio en que aquel entonces trabajaba. Meses después, al igual que ella, yo pasaría a entender eso de no tener trabajo estable, entonces la llamé para ahondar su historia aunque ya no desde la televisión.
Trampas y trucos para trabajar
Día a día, muchas mujeres ofrecen servicios sexuales como se ofrece el servicio del pintado de una casa, el arreglo de dientes o una representación legal en un proceso de divorcio. Pero el ejercicio del trabajo sexual en la primera ola de la pandemia (marzo a agosto) significó mucho reto y preocupación: reto por trabajar en medio de las restricciones y preocupación por la posibilidad de ser acusadas por la Fiscalía por el delito de atentado contra la salud pública.
Según los registros de las dirigentes de la OTN, 500 trabajadoras sexuales fueron detenidas por ejercer su trabajo en las cuarentenas rígida y flexible. Por la delicadeza del oficio guardan los nombres de las víctimas para evitar que esa información las exponga ante sus familias.
La privacidad de su identidad es vital y siempre les significa zozobra. Por ejemplo, Alicia, antes de la cuarentena, acostumbraba a llevar a su hijo a clases y siempre que volvía a casa temía que la reconozcan.
¿Cómo se organizaban en la cuarentena rígida? Aquella que contaba con su carnet de sanidad y controles estaba bajo el amparo de la ONT, como establece sus estatutos.
Incluso los grupos de WhatsApp eran vistos como un potencial peligro. “Nunca sabes si alguien puede ver el celular de las compañeras”, cuenta la presidenta de la OTN y trabajadora sexual hace más de 10 años, Aylin Arancibia.
Las trabajadoras sexuales se reunían virtualmente por “línea baja”, como les dicen a las llamadas directas. Era explícito que iban a continuar trabajando.
Alicia cuenta que pudo quedarse en casa apenas una semana, hasta cuando el refrigerador de su hogar ya estaba vacío. Ir y volver a pie del trabajo fue complicado, pero superable si se compara con no tener dinero para sobrevivir.
Pero además de ello, tuvo que soportar una amenaza latente: los operativos de control de sanidad contra el coronavirus derivaron en cacerías contra trabajadoras sexuales, tal como dan cuentan las dirigentas.
“Los clientes eran liberados cumpliendo las ocho horas de arresto, pero nuestras compañeras eran cauteladas”, reclama Arancibia, quien fue secretaria de conflictos cuando Bolivia estaba en un estricto confinamiento.
Recuerda que en cada operativo las detenían. “Muchas han ido al abreviado (proceso judicial, en la que implica declararse culpable) porque sus wawas estaban en casa, no había quién les ayude. Si hemos salido a la calle fue porque cerraron nuestras fuentes de trabajo”, recuerda sobre las protestas que realizaron el año pasado.
Los policías de la Unidad de Trata y Tráfico de Personas llegaban a los lugares de trabajo de estas mujeres vestidos de civil y otros con uniforme para comprobar si estos estaban funcionando. El método se repetía en cada operativo. Esto debido a que los bares, locales de fiesta y lenocinios no podían abrir para evitar contagios de COVID-19. Aún así, ninguna norma fue clara en señalar explícitamente la prohibición al trabajo sexual.
Alicia recuerda que ella y sus amigas, que trabajaban en un lenocinio de la calle Figueroa, trataban de mantenerse fuera del radar de la Policía, pero algunas veces esta tarea era difícil porque muchas veces llegaban efectivos vestidos de civiles.
—Y ahora qué vamos a hacer, —le dijo Alicia a una de sus amigas, una vez que ingresaron los policías.
—¿Cuánto has hecho? —le preguntó su compañera.
—Nada; esperaremos un rato.
—Te vas a quedar quieta.
Los clientes casi siempre lograban irse por la puerta de emergencia que tienen algunos locales nocturnos o eran asistidos para salir por la puerta principal sin mayores reparos; en cambio, ellas quedaban presas en su espacio de trabajo.
Unas más ataviadas y descubiertas que otras no estaban en condiciones de salir corriendo y trataban de esconderse entre los sillones, detrás de las puertas o guardaban silencio en las habitaciones que quedan más lejos del ingreso principal.
Mientras duraba el operativo de control, el miedo y la concentración las dominaban. Si el silencio se rompía entonces eran expuestas, obligadas al arresto y luego denunciadas como delincuentes en la Fiscalía. Los clientes de turno, que eran arrestados, gozaban de impunidad pues sólo se les castigaba con arresto de ocho horas.
Para librarse de los arrestos les proponían dos caminos: dinero o servicios sexuales, afirma la dirigenta.
El actual jefe de atención de Trata y Tráfico de Personas de la Policía, capitán Marco Antonio Puente, niega que existieran denuncias de extorsión después de los operativos realizados en los negocios.
“Incluso con la Defensoría del Pueblo y organizaciones aliadas estamos trabajando en documentos para protegerlas (a las trabajadoras sexuales) en los operativos que se realizan porque nos enmarcamos en los derechos humanos”, asegura.
Andrea Terceros, feminista que trabaja en proyectos que actualmente ofrecen servicios sexuales, explica que la Policía abusa de su situación de poder y busca cualquier mecanismo para atacar a las trabajadoras sexuales, pero no a los proxenetas o a los tratantes”, exclama.
Después de que los operativos se detuvieron hace varios meses, cuando se levantaron las cuarentenas parciales, Arancibia aseguró que “los altos mandos (de la Policía) han entendido y estamos en buenas relaciones ahora porque pedimos sanciones cuando se excedían”.
Al momento ninguna trabajadora sexual está detenida o con proceso por atentado a la salud pública, pero 22 en todo el país tuvieron que lidiar con la angustia de ser criminalizadas y juzgadas, según datos de la OTN.
Como los carnets de sanidad sirven, también, como control de cuántas trabajadoras sexuales están en el oficio, Arancibia calcula más de 30 mil en todo el país, pero aclara que se trata sólo de las que están trabajando en locales. También están las trabajadoras sexuales independientes, que atienden en sus departamentos o se organizan entre varias para alquilar uno para ofrecer el servicio.
Controles actuales y la guía desarrollada con el SEDES
La Guía para la Implementación de medidas de “Bioseguridad y procedimientos de higiene para trabajadoras (es) sexuales en la emergencia sanitaria (COVID-19)” se aprobó, en agosto del año pasado, gracias a las gestiones de las trabajadoras sexuales y sus dirigentas.
En el documento figura el nombre del doctor Weimar Arancibia, actual jefe de control sanitario del Servicio Departamental de Salud (Sedes) que aseguró “se trata de una guía pensada en cuidar a las trabajadoras sexuales y los clientes porque a los peligros de contagio de enfermedades sexuales se suma el posible contagio de COVID-19”.
La guía, de 17 páginas, tiene una serie de recomendaciones que aplican para cualquier negocio donde se prestan servicios a las personas. El uso de alcohol en gel de 70% como dato está copiado en todos los protocolos del Sedes.
La diferencia es que este es un trabajo que implica contacto físico, por eso es inusual leer en los prostíbulos que los clientes deben cumplir el requisito de Guardar distancia (al menos un metro) entre los clientes/usuarios.
Alicia dice que todo es cuestión de imaginación, que se puede ofrecer el servicio evitando que cliente y trabajadoras sexual se expongan al virus.
«Nosotras siempre cuidamos nuestras caras, no le das trato de enamorado, eso es otra tarifa, pero ahora, una, prefiere cuidarse aunque sea el (precio) más económico», contó y luego me explicó algunas poses sexuales.
Las dirigentas aseguran que sus compañeras ven los modos de no contraer el coronavirus. Aunque ello no siempre se logra, pues pensar que los clientes cumplan el metro de distancia es difícil más si se recuerda que ni siquiera quieren usar protección para el acto sexual.
Alicia cuenta que, justamente en confinamiento, tuvo días de mucha preocupación porque uno de los clientes se sacó el condón. “Yo le dije que me comprara óvulos (tratamiento preventivo contra hongos), que me tenía que curar, pero no quería”, recuerda y reclama.
Alicia no tuvo más opción que costear los gastos de revisión extra ante el peligro que le trajo el cliente irresponsable. En países de Europa esta práctica ya está considerada como un ataque sexual.
Estigmas y pandemia
La principal dirigenta de la Organización de trabajadoras sexuales dijo alguna vez que el servicio que ofrecen “es una violación consentida”. Sin embargo, la necesidad de alimentar a sus familias, la falta de empleo en el país y la falta de oportunidades educativas, las llevan a aceptar esa cruda realidad.
Además, se desenvuelven dentro de la inestabilidad laboral, la inseguridad para ejercer este trabajo y la falta de información, explica la feminista Andrea Terceros y dice que esos elementos forman parte de un problema estructural.
“No tienen seguro de salud, no pueden acceder a créditos de banco. Están desprotegidas y son atendidas en Centros de Referenciación donde se atiende enfermedades sexuales más que otras dolencias” continúa.
Terceros, como muchas feministas, rechaza la teoría de abolición del trabajo sexual. “Otra cosa es conocer la realidad de las compañeras. No hay cómo negarles su derecho al trabajo. Ellas dependen del mercado, oferta y demanda también”, continúa.
Explica que el estigma recae sobre ellas, no sobre los clientes. A su modo, Alicia, Aylin y Andrea coinciden en esta idea. La realidad les da la razón, pues ellas trabajan escondiendo su identidad y preocupadas si algún familiar se entera de su labor.
Los controles de atentado a la salud pública que señalaban a mujeres trabajadoras sexuales cesaron. Ya no son policías sino empresas privadas de limpieza o personal de Sedes que hacen las desinfecciones en zonas como la 12 de Octubre, en la ciudad de El Alto.
La última vez que vi a Alicia hablamos 47 minutos sentadas cerca al reloj de la Pérez Velasco. Durante ese tiempo contuvo su llanto al recordar todo lo que pasó durante la cuarentena rígida. Era como verla viajar con la mente y el corazón a esos días de angustia.
La peor parte para Alicia fue tener que acostarse con los policías de turno que realizaban los operativos. Era eso, ir detenida o volver a casa con las manos vacías. No presentó denuncia y está abocada a seguir trabajando esperando no repetir la angustia de sentirse perseguida.
Actualmente el trabajo sexual continúa y se hace aplicando la guía. Las trabajadoras sexuales se dieron la tarea de controlar a sus clientes tamizando entre ellos a quienes claramente no son responsables con su salud. Si un día esquivaban a borrachos, drogados u hombres exaltados, ahora también piensan en cuidar que sus clientes no sean portadores de COVID-19. También aplicaron algunos controles más allá de las tareas del Sedes.
Ese servicio lo pagan ellas con sus aportes. También corre por su cuenta la compra de barbijos, alcohol en gel y mascarillas que necesitan para ir de sus casas a los locales.
Alicia dice que es normal que ella y sus compañeras bañen con alcohol las camas y usen trapitos húmedos para limpiar lámparas y manijas de las puertas, antes y después de que entre el cliente de turno.
De esa forma tratan de cuidar su salud al mismo tiempo que trabajar. No todas lo logran. Alicia me contó que muchas de sus compañeras cayeron enfermas por coronavirus. Ella dice que aún no fue contagiada y espera no serlo. También tiene la esperanza de que la situación pandémica mejore y que el confinamiento duro no se repita.
“Yo no estoy pensando en dejar esto (el trabajo sexual) porque tengo mis hijos. Lo único que quiero es trabajar tranquila y que (los policías) no nos quieran robar cuando piden sus coimas”, finalizó y, tras despedirse, fue con su pareja, que durante toda la charla la esperó a unos metros de donde estábamos.
Fotos: Producción La Brava / Rocío Condori.