Las partidas sin abrazos y el reencuentro en el cementerio

Yolanda Salazar

Muchas familias no pudieron dar el último adiós a las personas que fallecieron por COVID-19. Por eso, una vez que abrieron las puertas del Cementerio General de la ciudad de La Paz, fueron a reencontrarse y despedirse de sus seres queridos.

Edición 11. Lunes 9 de noviembre, 2020.

Fotografías: Rocío Condori

Todas las noches de los últimos tres meses Vladimir Conde tuvo el mismo sueño: veía a su padre, Ramón Conde, postrado en la cama mientras él intentaba abrazarlo. “No te vayas, no te vas a morir”, le decía, y antes de despertar de un sobresalto se daba cuenta que solo se aferraba a las sábanas. Ni él ni su familia pudieron despedirse de su padre antes de que muera por COVID-19 en La Paz, tampoco presenciaron su entierro o recibieron un apretón de manos que alivie un poco el dolor de vivir el duelo en medio de una pandemia, donde debe primar el distanciamiento social para evitar contagios.

Aquellos días grises comenzaron en julio de este año, cuando Ramón tuvo los primeros síntomas de un resfriado: dolor de cabeza, molestia en la garganta y nariz. Luego de volver de su trabajo en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), tomó pastillas para evitar la gripe, pero con los días no presentaba una mejoría. El cuerpo ya le dolía y estaba guardando reposo en su cama.

Un día llamó a su hijo Vladimir para que por favor apagara todas las luces, la computadora en la que veía películas y que despache a todas las personas de su cuarto. En ese momento Vladimir se dio cuenta que no era una simple gripe porque no había nadie en la recámara y las luces estaban apagadas. Su papá estaba comenzando a delirar.

El joven de 24 años, el menor de siete hermanos, el único hijo que vivía en la casa de sus padres se reunió con sus otros familiares para ver qué se iba a hacer. Su padre vivía hace varios años con solo un pulmón y medio, a causa de asalto en el que le apuñalaron y tuvieron que extirparle la mitad del pulmón derecho porque estaba lleno de sangre. Todas las noches el hombre de 63 años debía utilizar un equipo especial que le ayudaba a respirar y desde entonces sus padres ya no dormían en la misma cama, ya que el aparato ocupaba espacio, pero sí en la misma habitación.

Los hermanos de Vladimir decidieron llevar a su padre a realizarse la prueba de COVID-19 para salir de las dudas. Horas más tarde volvieron a su casa cabizbajos, con la noticia de que los exámenes salieron positivos. En ese momento desinfectaron cada espacio del hogar con lavandina, Vladimir y una de sus hermanas estaban a cargo del cuidado de su padre. El otro temor que surgió era de que si su madre también estaría infectada porque ella padecía una enfermedad de base: diabetes.

Los hijos decidieron trasladar la cama y el aparato de su padre a la cocina para que recibiera todas las atenciones en ese espacio aislado. En tanto le llevaron a su seguro médico en el que no pudo ingresar por falta de espacio porque estaba lleno de “pacientes COVID”. Fueron al menos a diez hospitales de la ciudad de La Paz y El Alto en busca de un espacio para que su padre recibiera el tratamiento y en ninguno tuvieron suerte, todos alegaban que estaban con la máxima capacidad y que no podían recibirlo.

“Lastimosamente por más que haya dinero, el sistema de salud es muy pobre aquí y por eso a lo único que muchos se han tenido que aferrar era a las hierbas, a los mates y pedir ayuda a Dios”, cuenta Vladimir.

La Paz estuvo en su pico más alto de la enfermedad en julio; los hospitales colapsaban ante la alta demanda de atención; las farmacias estaban abarrotadas de personas buscando medicamentos; algunos morían en las puertas de los hospitales buscando ayuda o los cuerpos eran encontrados en las calles. El personal de salud comenzaba a infectarse, los insumos ya escaseaban y los entierros se duplicaban.

La mañana del 28 de julio Vladimir y su madre fueron a las seis de la mañana para que ella se hiciera la prueba; hicieron fila y debían volver en la tarde para conocer los resultados. Cuando volvieron a su casa, encontraron en la puerta a su hermana, quien les dio la noticia de que su padre había fallecido y que era mejor que no ingresaran a su hogar, por seguridad. En medio del llanto y el shock del aviso ninguno se podía abrazar por temor al contagio, no pudieron despedirse de su padre, no pudieron estar ahí en su último suspiro, no lo vieron por última vez.

Vladimir fue a recoger los resultados de su madre que indicaban que ella ya había pasado por la enfermedad y que ya no la padecía. Ese fue un momento de alivio entre tanta tristeza, pero los hijos debían encargarse de contratar los servicios funerarios para que trasladen el cuerpo de su padre hasta el Cementerio General de La Paz.  

Allí los siete hijos y la esposa esperaron ver entrar el féretro de cartón prensado, el único que encontraron ante la alta demanda de ataúdes. Vieron cómo ingresaba el ataúd desde las rejas verdes del camposanto, porque estaba prohibido entrar al camposanto para evitar contagios.

“Me hubiese gustado que muera de otra forma, una en la que pueda abrazarlo, lo pueda besar, pueda tomar su mano sin riesgo a contagiarme o contagiar. Yo no me esperaba esto”, confiesa el joven.

En julio en el Cementerio General de La Paz se realizaba al menos 90 sepulturas y cremaciones diarias, la mayoría fallecía por COVID-19 o sospechas de contagio, se enterraban sin velorio, sin misa, sin acompañar el ataúd, sin familiares. En total se registraron 2.136 entierros en ese mes, cuando en condiciones normales se realizan al menos 450 entierros mensuales, según datos de la Alcaldía paceña.

Luego de la muerte de su padre nada fue igual. Él y su madre vivieron dos semanas en la casa de una tía hasta que terminen de fumigar su hogar y luego decidieron que su madre se vaya a vivir con dos de sus hermanas para que no sienta la irreparable pérdida, en tanto, Vladimir alquiló un cuarto, vive solo y contantemente sueña con su padre.

Después de dos meses de la muerte de Ramón, Vladimir pudo ingresar al Cementerio que cerró sus puertas desde marzo y que tras seis meses de asumir esta medida volvió a abrir, primero por una semana para los familiares de fallecidos con coronavirus y en octubre para todos. El primer desafío fue encontrar el nicho entre los angostos pabellones del camposanto.

 Hay lugares específicos donde están enterradas las personas que fallecieron por COVID-19, el pabellón La Paz es uno de ellos en el que cada nicho está cubierto por una capa blanca en el que se lee el nombre del difunto y la fecha de su muerte. Vladimir alquiló una escalera verde para alcanzar el nicho de su padre para llenarle de rosas blancas y claveles rojos, rezarle y así conversar con él y sentir un poco de alivio en su corazón que aún está acongojado por no haber podido acompañarlo en sus últimos instantes de vida y estar presente en su entierro. Esa es la forma de darle ese abrazo con el que tanto sueña.

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Cada nicho del pabellón La Paz es único. Algunos tienen fotografías pegadas del difunto, otros usan ladrillos como floreros, muchos dejan un chocolate, un refresco o hasta hojas de coca como ofrenda para aquel ser querido que partió. Hay flores de todo tipo e incluso pequeños muñecos, pelotas de fútbol y mensajes escritos a puño y letra.

“Hola abuelito, cómo estás, te amo, pero porqué te fuiste, yo te amaba, cuánta falta nos haces, te extrañamos papito, cada vez que vaya al cementerio te llevaré una carta, cuídame siempre y a la familia, te mando un beso. Atentamente Ibanka Ochoa”, se lee en un papel decorado con corazones que está pegado a uno de los nichos.

En otro cercano, Carolina Cardozo decidió dejar una bandera roja y blanca que representa al departamento de Tarija, la colocó en el nicho de su padre que falleció el pasado 16 de julio.  Mario Cardozo era dentista y por varios meses siguió todas las indicaciones para no contraer coronavirus, salía de su casa para lo estrictamente necesario, usaba barbijo y se lavaba las manos, pero en mayo le avisaron que su madre, quien vivía en Tarija, estaba muy enferma y que debía ir a darle el último adiós.

En mayo Bolivia estaba en plena cuarentena rígida y entre las determinaciones no estaba permitido viajar, pero ante tal situación Mario se dio modos de encontrar un vehículo particular para ir hasta Tarija. Así, logró ver a su madre antes de morir y luego volvió a La Paz con un “resfriado común”. El odontólogo de profesión se hizo la prueba de COVID-19 que salió negativa y que en realidad tenía laringitis.

A medida que los días pasaban, Mario no se recuperaba, es más, empeoraba y ya presentaba dificultades para respirar. Carolina, su esposo, hijos, dos hermanos y padres se realizaron nuevamente la prueba y todos salieron positivo. Ella deambuló junto a su padre por distintos hospitales intentando internarlo para que pudiera recibir oxígeno, ya que presentaba una agitación constante, pero ninguno podía atenderlo; fueron a clínicas privadas y tampoco lograron un espacio. La familia decidió contratar un médico particular para comenzar el tratamiento, pero la enfermedad ya había avanzado y las pastillas ya no le hacían efecto.

Su padre pedía a gritos oxígeno, que también en ese momento era un insumo con alta demanda, y apenas consiguieron un cilindro que le sirvió por un tiempo, pero la desesperación invadía en cada uno de sus familiares al verlo jadeando, mientras cada uno se iba medicando para combatir al virus.

Ante la impotencia, la familia decidió recurrir al dióxido de cloro, un método que no está comprobado, pero que más tarde el parlamento boliviano aprobó su uso. Los familiares investigaron su preparación y las contraindicaciones y la mañana del 16 de julio se despertaron para preparar el brebaje que Mario no pudo tomar porque ya había fallecido.

“Para mí ese momento ha sido el fin del mundo, ha sido un shock”, relata Carolina.

La familia llamó a la funeraria para que se encargara del cuerpo y todos vestidos como “astronautas”: con barbijos, lentes y trajes de bioseguridad fueron hasta la puerta del Cementerio General para ver el ingreso del féretro, sin poder velar el cuerpo o dejarle una flor encima del ataúd.

“No pudimos recibir abrazos, no pude abrazar a mi mamá, no hemos podido recibir ni un beso y solo veíamos cómo mi papá ingresaba al cementerio”, explica.

A más de tres meses de su partida, aún sigue presente el peso del vacío de no darle una sepultura cumpliendo con todos los pasos tradicionales. Pero, Carolina encontró un poco de tranquilidad en su alma al visitar la tumba en el cementerio, dejarle flores, la bandera de su tierra querida, poner una cueca y decirle a su padre que todos los días está en sus pensamientos.


Yolanda Salazar es paceña, amiga, hija y periodista. Trabajó en Página Siete, la Agencia de Noticias Fides y actualmente en la agencia de noticias EFE.
Yolanda Salazar es paceña, amiga, hija y periodista. Trabajó en Página Siete, la Agencia de Noticias Fides y actualmente en la agencia de noticias EFE.