San Isidro es uno de los pueblos kollas de Argentina que se enorgullece de su propiedad colectiva de su territorio. Poblaciones que a la luz de la mirada urbana y moderna son vulnerables, como la de Iruya y San Isidro, tienen un encantamiento envidiable por su forma de vida, más cerca de Diógenes, más cerca de lo colectivo que de lo individual. Este es el relato de un pueblo autodeterminado.
Edición 24. Miércoles 28 de abril de 2021
Foto de portada: Marisa Sanchez.
Facio Rubén Vargas, de 49 años, narra con orgullo la historia de su pueblo kolla, desperdigado en distintas zonas, aunque hilvanado por una historia común. Niega los límites de los estados contemporáneos y explica que, para él, los kollas de Jujuy, Argentina, o los kollas de Bolivia son igual de hermanos que los de San Isidro. Tiene un rictus permanente que hace ostensible el sosiego. No confundamos tranquilidad con parsimonia, Facio es un entusiasta evidente, habla pausado pero sin detenerse; le brotan las referencias, las anécdotas y los datos históricos.
Los kollas del lugar por mucho tiempo debieron arriendar las tierras que siempre fueron de sus antepasados y hasta fueron empujados al trabajo esclavo como forma de arriendo. No fue en un tiempo remoto, fue hace sólo algunas décadas. Semejante grado de opresión, relata Facio, concluyó después de que la Reforma Constitucional de 1994 les diera personería jurídica a las comunidades. Algunos decidieron organizarse y reclamar por títulos de propiedad, apoyados por el difunto abogado Eulogio Frites —también kolla—.
El dueño de la despensa que está al ingreso de San Isidro, tras los 75 escalones desde el río hasta el cerro, rememora que al principio muchos kollas descreían de la organización colectiva y hasta buscaban hacer sus propios arreglos con los modernos “dueños” de las tierras. Luego, con el paso del tiempo y las conquistas, el movimiento se fue acrecentando y las comunidades de la zona se entramaron con una autodeterminación notoria. Los kollas fueron pioneros en auto-organizarse y marcaron un antecedente directo para la ebullición de reclamos de comunidades originarias en todo el país. Precedente que, como evidencian los años citados —década del 90, se situó mucho antes de que el progresismo se jactara de “incluirlos” en el país —amén de las tropelías al pueblo Qom (apostado en lo que ahora es el territorio argentino) durante la “década ganada”—.
Hasta que en 1997 finalmente consiguieron los títulos de propiedad de la tierra, Facio recuerda que costó ir convenciendo a los hermanos de que se sumaran a la lucha. En ese sentido destaca no sólo la importancia del abogado Frites —quien después de obtener su título universitario regresó a vivir a su paraje de origen—, sino también el apoyo del médico y del cura de la zona, ambos foráneos.
“Que el doctor y el padre de Iruya apoyen los reclamos fue muy importante para que se fueran sumando más y más personas”, reseña detrás del mostrador de su despensa.
No menciona el nombre del médico; dice no recordarlo, pero resalta a Pedro María Olmedo, venido de Sevilla y hasta hace menos de un bienio obispo de Jujuy. Olmedo fue una figura fundamental para que la acción de negarse a seguir pagando el arriendo cobrara relieve y sumara adeptos. A partir de ello y de los vericuetos jurídicos después de la Reforma es que se lograron los títulos de propiedad. Desde entonces los lazos comunitarios se fueron volviendo más robustos: “Muchos piensan que San Isidro es lo más lejos que hay, que no hay nada, pero alrededor de aquí hay 23 comunidades”.
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Cuando las piernas empiezan a temblar cediendo a un cansancio lógico después de varias horas de caminata cruzando el río y pisando piedras, los charcos que esquivan los seguidores de La Renga se tornan charquitos afables, donde bien podría chapotear la mismísima Pepa Pig, reversionando que ella es la cerdita que “nunca aprendió como debe vivir el humano”. Es que, en estas zonas, el humano muchas veces no es considerado como tal por los que sólo conocen un modelo de vida, al que, con aires sarmientinos, llaman civilización. Son los mismos que suelen tener grandes porciones de tierra, suntuosas herencias y privilegios sociales y económicos de toda índole. Para peor, muchos de los que no gozan de esa situación acomodada también creen que ese es el único modelo de vida posible.
Todavía hoy, durante aproximadamente cuatro meses al año a San Isidro sólo se llega caminando. Hay un derrotero corto por el lecho del río, en el que se hace inevitable mojarse las piernas, y un sendero más largo donde se puede evitar el agua, mas no la presión de la altura sobre el nivel del mar ni el desgaste de remontar laderas de cerros. Es obvio que no estamos hablando del San Isidro que está saliendo de Capital Federal en dirección norte, cerca del puerto del Río de la Plata y a poca distancia de la quinta presidencial de Olivos. Nos referimos a un San Isidro que está en el extremo norte del país, en el departamento de Iruya, un lugar salteño de los más lejanos al modelo de civilización urbana.
Descripto de ese modo uno no tiene más que pensar que se trata de un lugar hostil. Sin embargo, la tranquilidad generalizada de la población lugareña y la premisa común de amabilidad conducen a dos deducciones: la hostilidad que uno percibe también está signada por el modelo de civilización hegemónico que nos atraviesa como dignos seguidores citadinos de La Renga y los habitantes de Iruya y San Isidro experimentan un encantamiento con su modo de vida imposible de entender si no se acepta que las formas de existir, solos y en comunidad, son múltiples. Es decir, ellos no se sienten necesariamente marginados o excluidos por vivir allí ni por la forma en que viven.
También se podría deducir que la gente del lugar está entrenada en el trato al visitante turístico, una parte importante de la matriz económica de la zona. Basta con mencionar que la caminata hasta San Isidro se ofrece como tour turístico y que para hacerlo se debe abonarle a un/a idóneo/a que conduzca a los aventurados. Si uno pretende prescindir de asistencia idónea, entonces debe firmar una especie de acta donde se asienta que se desliga de responsabilidades sobre su paradero y bienestar al municipio de Iruya.
Quien visita estos lugares se encanta con los paisajes y la actitud de los pobladores y se escandaliza por lo que observa como pobreza y privaciones. No hay mansiones y son pocas las viviendas que destaquen por su infraestructura. No existe la fastuosidad y sobran los ejemplos de maneras alternativas de saldar necesidades, como la generación de energía a través de captación solar. Iruya no cuenta con transporte público de pasajeros, no tiene cines con muchas butacas ni centros comerciales, mucho menos semáforos ni grandes estadios deportivos y tampoco cuenta con sólidas conexiones de wifi.
No se alerte, ciber lector, si usted quiere visitar el lugar encontrará allí cajero automático, bares y restaurantes donde comer y embriagarse, alojamientos de diverso tipo —hoteles, hostales y camping—, carnicerías para emular un asado con carne criolla, almacenes con bebidas frescas y una terminal de colectivos de media distancia que, en cuanto su tolerancia se disipe, lo vuelvan a algo más parecido a una ciudad.
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—¿Y cómo traen las cosas hasta acá? —pregunto a Facio.
—Llegamos hasta Iruya en vehículo y de ahí en cargueros, caminando (los “cargueros no son otra cosa que los burros y las mulas). Igual eso pasa sólo hasta mayo, después se puede llegar en vehículo hasta los pies del cerro, donde empiezan las escaleras, —se refiere a los 75 escalones que conducen a San Isidro desde los pies del cerro.
—Claro, nos preguntábamos justamente cómo hacen para traer todas estas cosas hasta acá —en la despensa hay lo que en cualquiera de su rubro: heladeras, freezers, etc. —.
—Hay meses en los que sí o sí tienen que traer las cosas caminando desde Iruya.
—Y sí, pero vamos regulando. Hay cosas que se vencen y tenemos que traerlas más rápido, como la leche, el queso y el yogur, y otras cosas que perduran más.
—¿Cómo hicieron con la pandemia?
—Eso fue todo un tema —Facio hace una sonrisa antes de seguir—. Desde que empezó la pandemia muchos se dieron cuenta que tenían que volver para acá, que no nos falta nada. Acá se siembra y se cría animales, siempre hay reservas, no faltó nada.
—¿Y se volvió gente a vivir para acá?
—Sí, un montón. Muchos se van para Iruya porque hay más cosas, o a otras ciudades más grandes. Pero es importante tener un pedacito de tierra para producir tus cosas. Eso salvó a mucha gente acá. Entonces, con esto de la pandemia es como que se revalorizó la importancia de vivir aquí y generando lo propio.
Poseer tierra y trabajarla con mano propia, recitaremos los estudiosos de las ciudades, es una de las reivindicaciones de la siempre prometida y nunca concluida reforma agraria. Los kollas de San Isidro fueron tajantes al respecto cuando consiguieron los títulos: las parcelas se dividían en partes iguales, pese a lo que hubieran arreglado algunos con el depuesto patrón y propietario. De esta manera es que se forjó un espíritu colectivo que —aunque tiene marchas y contramarchas, fisuras y diferencias internas— es insólito para quienes estamos acostumbrados a convivir con el “sálvese quien pueda” de la racionalidad individualista.
Facio formó parte de varias comisiones directivas de su comunidad, que renueva autoridades cada dos años. Rememora que muchas veces tuvo que viajar a Buenos Aires y menea la testa dando a entender que aprendió de esas experiencias, pero que no cambiaría su lugar ni su modo de vida por eso que Los Gardelitos llaman “las luces y los lujos de la ciudad”.
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Decir “Patrón Costas” en Salta es sintetizar en un apellido compuesto toda la prosapia sangre azul de la oligarquía provincial. Por increíble que parezca, y pese a las gestas contra la monumentalización de Roca que hicieron Marcelo Valko y Osvaldo Bayer —que bien podría ser recogido como antecedente— en la provincia todavía hay calles, escuelas e instituciones que llevan el nombre de alguien del linaje Patrón Costas. Aunque resulte hilarante, el apellido es, además, una confesión de parte: fueron y son patrones de los más miserables, aquellos que no tienen reparo en escatimar formas violentas de explotación.
Las fincas Santiago y El Potrero —cuenta Facio— eran las zonas donde hoy está asentado Iruya y sus alrededores. Toda una región de innumerable cantidad de hectáreas formaba parte del patrimonio de los Patrón Costas, casta patricia que se benefició del modelo liberal de “civilización” impuesto al montar el Estado nacional argentino. Dicha familia fue esencial en el mencionado proceso, ya que despuntaba como referencia de la oligarquía azucarera del norte, que se enhebró en causa común con las otras oligarquías provinciales que presionaron a los portuarios para crear la nación rioplatense.
Los Patrón Costas, abusando de esos beneficios jurídicos y sociales, cobraban arriendo a los pobladores de Finca Santiago, pese a que estos habían vivido allí por siglos. Como ya hemos mencionado, una de las formas de pago era el trabajo esclavo: se llevaban a los hombres a pie —dos o tres días de viaje— para que trabajaran en el ingenio apostado en Yrigoyen: San Martín del Tabacal —hoy propiedad de la Seaboard Company—. El hartazgo redundó en organización colectiva y con el paso del tiempo se logró despojar a los Patrón Costas de semejantes porciones de tierra, que hoy son fiscales o colectivas.
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De la percepción de hostilidad a la romantización hay una caminata y un par de charlas casuales con lugareños de por medio. Uno empieza a valorar el aire más puro, la producción propia, la autodeterminación, el colectivismo y cierta forma de vivir con menos necesidades que nos remonta directamente a un genio de la tradición helénica: Diógenes, el cínico. Aquél vivía desvergonzadamente y acumulando anécdotas rimbombantes que le valieron el mote de “linyera”, pero también cimentó las bases de una filosofía olvidada: la que vincula libertad con menos necesidades y no con mayor capacidad de compra para satisfacerlas.
—Y si uno quiere comprar un terreno acá, ¿cuánto cuesta?
Facio esboza una mueca triunfante, como si hubiese estado esperando la oportunidad de marcar esa diferencia que los acerca a Diógenes y los aleja de Javier Milei (economista ultraliberal que cobró relevancia televisiva en los últimos tiempos).
—No, acá los terrenos no se venden porque son de toda la comunidad.