Mi oficina es un prostíbulo

Marco Fernández Ríos

Para su madre, Magdalena trabaja en una oficina. Lo que no sabe es que su hija —por necesidad económica— se transforma en Cristal con el fin de alquilar su cuerpo en una casa de lenocinio del centro paceño.

Magdalena sale de su casa, todos los días, a la misma hora. Antes de irse pide a su madre que le prepare una sopa de arroz con mucha verdura, para mantener su cuerpo fortificado después de haber ido al gimnasio. En la noche, cuando retorna a su domicilio de Villa Adela, en El Alto, luce muy cansada de haber trabajado en lo que su progenitora cree que es una oficina, pero que en realidad se trata de una casa de lenocinio. Allí Magdalena decidió llamarse Cristal.

La Real Academia Española (RAE) dice que la prostitución es la actividad u ocupación de la persona que tiene relaciones sexuales a cambio de dinero. Esta definición se queda corta ante todo lo que existe en torno a este asunto. En primer lugar, la prostitución en Bolivia no es un delito en caso de que sea voluntaria. En cambio, se convierte en ilegal en el momento en que se ejerce violencia sexual comercial, es decir, cuando se lleva a cabo bajo presión y en el caso de que se trate de menores de edad, de acuerdo con la Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida Libre de Violencia (348) y la Ley de Reglamento de Niño, Niña y Adolescente (548).

Un informe de la Organización Nacional de Activistas por la Emancipación de la Mujer (ONAEM), publicado hace dos años, explica que en el país hay 35.000 mujeres que se dedican a tener sexo por dinero. Este estudio añade que ellas están divididas en dos grupos: las que trabajan de manera independiente y las que ejercen el oficio en algún apartamento, bajo el auspicio y cuidado del dueño del local.

Cuando Magdalena (nombre cambiado) terminó la carrera de Contaduría Pública en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) no sabía a qué se iba a dedicar porque, por mucho que buscó, no encontró ningún empleo, en especial debido a su falta de experiencia. Su situación se hizo más complicada, pues era madre desde que salió del colegio. Después de intentar, en vano, hallar un trabajo, una amiga le comentó la posibilidad de dedicarse a vender sexo en una oficina del centro paceño. Iba a “trabajar” pocas horas, pero iba a obtener buenos ingresos económicos. Así, sin pensarlo dos veces, aceptó ingresar en lo que bautizó después como la “etapa más oscura” de su vida.

No sólo es una queja, sino un reclamo a la sociedad, ya que desde que formó parte de ese mundo se vio obligada a tener una doble vida: una en la que salía a las ocho de la mañana de su casa para, aparentemente, ejercer su profesión de contadora en una oficina del Estado y, la otra, en la que ejercía la prostitución con el sobrenombre de Cristal.

“No todas vamos a decir que estamos haciendo el trabajo sexual, por eso tenemos que camuflarnos y contar que estamos yendo a una oficina de limpieza, a vender comida o que somos trabajadoras del hogar”, explica la presidenta de la Organización de Trabajadoras Nocturnas de Bolivia (OTNB), Lily Cortez.

“Tienes que cuidar que tu familia no se entere, para que luego no te denigre ni te rechace. Cuando son madres es peor, porque los padres de sus hijos suelen presionar para quitarles la potestad o pedir que les den manutención”, complementa la secretaria de Conflictos de ONTB, Aylín Aparicio.

Vestida con un abrigo grueso para evitar el frío preinvernal de la plaza Murillo, Aparicio hace ese comentario antes de ingresar en las oficinas del Palacio Legislativo, en donde su directorio quiere saber en qué instancia se encuentra el proyecto de Ley de Regulación del Trabajo Sexual en Bolivia.

El texto legal, presentado en enero de 2014, pretende evitar la discriminación y el trato arbitrario, establecer los derechos y deberes de las trabajadoras sexuales en el marco de la salud pública y la seguridad ciudadana. Seis años después, la norma todavía no fue tratada.

La “oficina” de Cristal se encuentra en la calle Potosí —a una cuadra del centro del poder político del país—, donde unos edificios de tipo republicano fueron convertidos en casas de lenocinio camuflados como tiendas de fotocopias, restaurantes, ópticas, bares y un hotel que puede ser catalogado como de cero estrellas.

Encontrar aquel prostíbulo es relativamente fácil, pues en el ingreso principal se siente una mezcla extraña de bebida alcohólica, perfume barato, humo de cigarrillo y sudor; un aroma pesado que parece haber dejado de importar a la gente que pasa por esa calle todos los días. En la infraestructura, donde está la muchacha, hay otros tres prostíbulos (Kucardas, Sirenas y Latin Love), que se encuentran repartidos en los distintos pisos, como si la vivienda fuera un laberinto de gradas y puertas con numeración hecha de cartulina.

Ahí, en uno de los subsuelos, se encuentra un negocio de puerta blanca, que tiene en la parte superior una inscripción: Las Muñecas.

“¿Cómo está, joven? ¿Ha venido a ver a las chicas?”, pregunta el encargado del local, quien de manera automática lleva al potencial cliente a la sala con sofá amplio, que tiene como adornos murales con mujeres en bikini, luces multicolores que se esparcen en pequeños círculos por todo el ambiente y una estufa para mantener la temperatura del ambiente.

Cuando el visitante está bien acomodado, el anfitrión pregunta si es la primera visita. En caso de ser así, informa que está prohibido utilizar el teléfono celular y, casi de inmediato, se lleva a cabo la pasarela de las “lindas señoritas”. Primero pasa Estrella, luego Andrea, después lo hace Cristal y al final se presenta Reichel.

“¿Sabe los precios, no ve, joven?”, consulta el encargado, quien recuerda que la media hora de estadía en una habitación cuesta entre Bs 100 y 150, “dependiendo de la chica”.

Cristal —que “cuesta” Bs 150 por media hora de “trato de enamorados”— estará en unos minutos en la habitación 12, del fondo de uno de los pasillos, la más grande del lugar, que tiene una cama de dos plazas con forma de corazón, espejos en los costados, iluminación roja y un tubo en la esquina, por si el cliente quiere ver un espectáculo de striptease.

“Hola, amor. ¿Cómo te llamas?”, dice Cristal, que luce un baby doll oscuro con encajes. Se sienta en la cama y espera a que el cliente continúe la conversación, para saber con quién está tratando. Puede ser un jovencito que quiere tener sus primeras experiencias, un mayor que sólo quiere tener sexo y quiere cumplir sus fantasías o alguien que prefiere charlar y ser escuchado.

Sabe que a este ambiente llega todo tipo de hombres, desde los amables, hasta los violentos. Por eso prefiere tantearlos desde el inicio mientras platica con ellos.

“He entrado en esto porque no tenía dinero y no me daban trabajo por ser joven”, dice cuando entra en confianza, antes de preguntar cuánto tiempo el cliente requerirá su servicio y si desea que baile en la barra.

ONAEM afirma que quienes trabajan en estos locales suelen recibir el 40% de lo que recaudan durante la jornada, mientras que el restante 60% es ganancia para los dueños de estos locales; es decir que Cristal sólo recibirá Bs 90 por este parroquiano.

Con tal de mantener a sus familias o pagar sus estudios universitarios, Estrella, Cristal y Reichel están dispuestas a esa distribución desproporcionada, con tal de que sean protegidas y tengan un lugar para trabajar.

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Andrea —una de las compañeras de Magdalena y quien llegó desde la ciudad de Sucre a probar suerte en la sede de Gobierno y que por las mañanas es instructora de danza— tenía como objetivo reunir dinero lo antes posible para retornar a su casa. Por esa razón, tiempo después de su paso por Las Muñecas, se asoció con una “colega” y juntas abrieron una casa de lenocinio independiente en Miraflores, pero al no tener el respaldo y protección de los grandes dueños cerró su emprendimiento a los pocos meses. Cuando retornó a su ciudad natal quiso abrir una escuela de baile, pero el dinero que había reunido era insuficiente, así es que hace poco se convirtió en lo que odiaba: la dueña de un prostíbulo donde, seguramente, cobra 60% de los ingresos de “sus lindas señoritas”.

Magdalena se quedó un año y medio en Las Muñecas, hasta que encontró —esta vez de verdad— empleo en una oficina del Estado, aunque con un sueldo muy bajo.

María Galindo, representante del colectivo feminista Mujeres Creando, que acoge a la Organización de Mujeres en Estado de Prostitución (Omespro), explica que en Bolivia las señoras tienen más problemas para conseguir empleo y, cuando lo consiguen, suele ser por sueldos mucho más bajos que el de los varones. Ésa fue la situación que le tocó vivir a Magdalena. Por ello, para mantener a su hijo, la solución que encontró fue volver a ejercer la prostitución, esta vez de manera independiente.

“Hola, amor, ¿por qué te has olvidado de mí? ¿Será que nos podemos encontrar?”, llama desde una de sus líneas telefónicas, la que pertenece a Cristal.

Así sobrevivió durante un tiempo, con una vida ligada a una oficina de verdad y otra en la que escogió vender su cuerpo por unos billetes.

“No quiero que se sobredramatice, que se las presente como mujeres impuras, enfermas o inmorales. La mentira es su oficio, la mentira forma parte de lo que ellas venden. Ellas venden una escena romántica para una escena que no tiene nada que ver con el romanticismo. La mentira forma parte de la construcción de la relación de la venta de sexo”, explica Galindo.

Después de un tiempo de sufrir una doble vida, Magdalena se cansó de esas mentiras, de tener que ser Cristal por unas horas, de tener que salir con una capucha y gafas oscuras para no ser reconocida, de evitar chocar en la calle con quienes fueron sus clientes y tener que decirle a su madre, todos los días, que estaba yendo a su oficina. En fin, se cansó de la “etapa más oscura” de su vida. Es por eso que una tarde decidió matar a Cristal a través de un mensaje de texto (sms): “Mil disculpas, pero empecé una nueva vida y tú me recuerdas la mala. No podré verte más”.


Marco Fernández Ríos
Marco Fernández Ríos

es un paceño especializado en crónica periodística. Trabajó en los periódicos La Prensa, Cambio, Página Siete y La Razón. En este último medio escribió crónicas para la revista Escape.