Las mujeres de la “Asociación de Artesanas Semillas de Oro” de la ciudad amazónica de Riberalta revitalizan el mundo en sus talleres, viveros, encuentros de trabajo colaborativo y geografías de recolección.
Edición 148. Lunes, 11 noviembre de 2024.
En su hogar-vivero, Fátima López Coca me pedía que preste atención para ver a la mariposa posarse en el extremo de una hoja. Advertía el color y el tamaño de las abejas que entraban en sus flores y decía: “¿Has podido tomarle bien la foto? Tan lindas que son”. A las artesanas les amanece rocío en su lenguaje. Frescas son sus palabras.
Las he visto recoger cocos de palmeras acostados sobre el cemento de las calles y ramas caídas que llevan a sus casas, las ponen en agua y no las dejan morir tiradas.
Actualmente, diez mujeres son miembros activos de la “Asociación de Artesanas Semillas de Oro”, cada una con diferentes prácticas y conocimientos. Cuatro de ellas, por ejemplo, tienen viveros; otras trabajan adornos y joyería con semillas, cocos y maderas; y hay quienes tejen con palmas y en macramé.
Un par de veces al año, realizan trabajos colectivos en sus talleres ubicados dentro de sus hogares. En la casa-taller de Zandra Loayza Pereira, se reunieron a encontrar pares de las semillas que recolectaron para hacer aretes. Donde Ángela López Coca, pusieron tierra abonada en bolsas de leche para sus próximos plantines. En el vivero de Yaruska Saucedo, sus compañeras sacaron las semillas de diversas vainas, cortaron tutumas, les sacaron la pulpa y las hicieron secar. A Madela Justiniano Méndez le ayudaron a pintar macetas, hechas de botellas de plástico en forma de animales. En el hogar de las hermanas Milenka y Milena Toro Neira cortaron y lijaron cocos y madera.
Las artesanas de “Semillas de Oro” viven en el departamento del Beni. En 2019, el Plan de Uso de Suelos (PLUS) fue hecho por la Federación de Ganaderos del Beni (FEGABENI), respaldado por la Cámara Agropecuaria de Beni (CAB) y aprobado por la Asamblea Legislativa Departamental. Este proyecto de “modernización” y “desarrollo económico”, como muestra Huáscar Salazar, “habilita la posibilidad para un manejo agroindustrial de la tierra en territorios que eran considerados áreas protegidas y/o territorios indígenas”, que constituían un impedimento para los intereses del agronegocio.
Un ejemplo de las consecuencias de esta nueva normativa está demostrado en el reportaje escrito por Karen Gil y Mariana Pérez, quienes exponen cómo “los menonitas y los productores locales de arroz y soya son dos de los actores que se hicieron cada vez más de propiedades, y cambiaron el uso de suelo de bosques por producción de monocultivos”. A cinco años de su consolidación, el PLUS Beni ha tenido efectos en la destrucción de los bosques amazónicos. Este contexto de devastación ambiental en el que viven las artesanas aparece como un mundo violento y hostil frente a las sendas de vitalidad que ellas inspiran.
He sido testigo de que en el movimiento creador de sus manos hay poesía. De troncos caídos construyen garzas; de semillas crean rostros y loros; y de basura emergen macetas. Con los restos de comida amasan abono. En sus hogares nada es desperdicio. Todo es devuelto al lugar del uso y la transformación: las yemas de sus dedos se vuelven una con las hojas, semillas, plásticos, hilos y telas que tocan.
Maestras
Recorremos calles llenas de motocicletas, donde la noche dice adiós al calor. Nuestros brazos van cargados de plátano y chivé, ese manjar crocante hecho de yuca, para que nos alimenten en las sesiones de recolección.
En este trayecto, Zandra comenta que hacer artesanía es ir a terapia, pues no es cosa fácil ser mujer en Riberalta. El control de los horarios de entrada y salida de la casa, habitar el espacio público para vender y querer ser independiente han sido elementos de disputa para cada una de ellas. Sus talleres son terapia, dice, porque dejan de lado, por un momento, las preocupaciones, los abandonos, las carencias y las prohibiciones.
La conversación es parte central de este trabajo compartido, cuentan sus historias, se narran y escuchan, distribuyen técnicas: las artesanas se hacen artesanas porque hay otra mujer que ha decidido compartir sus conocimientos. Zandra relata cómo ha recorrido los barrios de Riberalta convocando a mujeres para que aprendan a hacer artesanías, oficio de maestra que empezó junto a la Asociación Boliviana para la Cultura.
‘‘Yo quiero enseñar, le digo al técnico —cuenta ella—. ‘¿Se anima?’ Me dice él. Quiero enseñar güembé, es lo que sé. ‘Ya, me dice, reúna a sus mujeres y, si es que hay, hacemos el curso, mínimo con diez, máximo con veinte’. Y me fui. ‘Compañeras, ¿qué les parece si por las tardes aprendemos esto y esto?’. Les mostré las muestras y se animaron las señoras. Consolidé un grupo de quince personas en mi barrio Integración. ‘¿Aquí va a terminar?’, me preguntó el técnico. No, le dije, vamos a aprender a hacer carteras. Busqué a la maestra y nos enseñó a tejer con macramé, pintar en teja, en madera, ese fue otro círculo de estudio. En mi barrio tuve de cuatro a cinco círculos de estudios para las mujeres y salíamos a ferias, vendíamos. ‘¿No se anima a ir otros barrios?’, me dijo el técnico. Entonces, me vine al barrio la Villa, al barrio 11 de octubre. Pero no conocía a nadie, me iba caminando, iba preguntando y conversando con las señoras. Inmediatamente, las señoras iban y reunían a otras señoras. Yo levanté una lista de las compañeras que no sabían leer ni escribir. Las ayudamos a inscribirse al programa de alfabetización. Al principio, ponían muchos peros. Es que los hijos, o es que el marido no me deja. Entonces he tenido que hablar con los esposos. Les decía, déjela, sólo una hora, apóyela. Y se inscribieron”.
—Para vos, ¿qué implica ser maestra, Zandra? —le pregunto.
—Ser maestra es compartir a quien quiere recibir. Es el entusiasmo. Con mi marido tuve problemas, me decía que me estaba alejando mucho de la casa, que los hijos estaba descuidando. Pero le decía, yo estoy ganando mi platita. No sabés la satisfacción que me da el trabajo, que las compañeras vendan.
Más tarde, Milena menciona:
—Me preguntan si se puede vivir de la artesanía. Se puede, yo les digo, ¡yo sigo viva!
Y Zandra la apoya:
—Claro que sí, ¡estamos vivas!
Su historia
Empezó en 2009, cuando el directorio del Club japonés de Riberalta estaba bajo el cargo de Lilian Velasco Chinen, quien invitó a participar a una feria artesanal a la organización Pro-Género, de la cual Zandra hacía parte. En esa primera feria vendieron bastante. La señora Lilian propuso repetir la actividad, brindando los ambientes del club de forma gratuita: “¿Por qué no lo hacemos otra vez?”. Cada una aportaba cinco bolivianos para la limpieza del lugar.
Fue también Lilian quien generó la idea de comenzar una Asociación entre quienes asistían regularmente a esas primeras ferias. Tuvieron un encuentro, eligieron a la presidenta, la secretaria de actas, una vocal y elaboraron su calendario ferial. Fue Milena quien llevó la propuesta de nombrarse “Semillas de oro”. Todas coincidieron que trabajan con semillas y que las querían como su tesoro.
Sin embargo, necesitaban presupuesto para obtener su personería jurídica. Entonces hicieron ventas de comida, donde cada artesana debía vender, al menos, diez platos. Con lo que habían recolectado compraron su primer libro de actas, mandaron a hacer su banner y emplearon el dinero sobrante para alquilar carpas en las ferias.
Zandra, Lilian, Victoria y Fátima conversan sentadas bajo el pahuichi de la maestra escolar Victoria Lora Tiburcio, a quien le decimos profe Toyita. Debajo de su pahuichi, una estructura hecha de troncos y techo tejido en hoja de palma, está la cocina y la mesa de comedor. Nos ha invitado café, masaco de yuca con hígado y papaya y, en este círculo de palabra, recuerdan su historia.
Con ojos encorvados como garras de alegría, la profe Toyita comenta que, cuando hacían sus primeras ferias, ella iba a los canales de televisión y a las radios.
—Mis alumnos me decían, “profe, yo la vi a usted, estaba invitando para la feria, yo la miré allí en la tele”. Ya sabían todos que había la feria. Allí mostrábamos los trabajos —comenta Victoria.
—No teníamos para pagar publicidad, no teníamos celulares, aprovechábamos esos espacios gratuitos de los medios para invitar, para darnos a conocer —añade Zandra— pero hubo golpes que tuvo la Asociación y ya no pudimos reunirnos. Había muertes, problemas muy serios que no nos dejaron juntar, estábamos sufriendo, pasándola duro, no teníamos el aliento ni el ánimo, ni una feria hicimos durante dos años.
Guadalupe Castro Apuri, la primera presidenta de la Asociación, las convocó a una asamblea en su casa con una premisa: “o nos deshacemos o continuamos”.
Entonces, continuaron.
En 2016, inauguraron su tienda denominada “Artesanías Yamachí”. Yamachí es una especie de mochila tradicional, tejida en hoja de motacú, asaí, chonta, o bejuco de güembé y cipó. Sirve para recolectar los alimentos cultivados o cargar animales cazados.
Un día, mientras caminábamos en el bajío del monte, a las orillas de un arroyo, Zandra expresó:
—Pero Yamachí significa más. Yamachí es recolectar los sueños, las experiencias, nuestras historias.
Cuando dijo esto, sentí que una conversación y un texto también podían ser yamachís. Y le agradecí en silencio. Zandra se detuvo al encontrar una bromelia caída en esa tierra oscura, cubierta por la sombra y la frescura de los árboles con troncos torcidos. Caminó unos pasos buscando algo, halló una botella de plástico tirada, sacó de su bolsillo una navaja, cortó en dos el objeto encontrado, alzó la flor del suelo y la guardó. Continuamos el camino.
La colecta
—Estamos tratando de vivir en armonía, pidiendo permiso —dice Zandra con sus ojos a punto de chorrear lágrimas— ellas escuchan, ellas saben. Continúa reflexionando sobre cómo las plantas han curado a sus familiares enfermos. Cuenta que, para hacer que la medicina de las plantas funcione, hay que hablarles para obtener su poder de curación.
La colecta de su material—semillas, plantas, maderas de ramas caídas y bejucos— la realizan en la comunidad de Antofagasta, donde está afiliada la familia de Zandra, a casi una hora de Riberalta.
Antes de partir a la sesión de recolección con varias de las artesanas, nos sentamos a desayunar jugo de asaí y masaco de plátano debajo de lo que se conoce como “El Almendro”, a las afueras de la ciudad. Estoy sentada junto a la señora Fátima y la profe Toyita.
Sus cuerpos poseen el talento de la narración oral: mueven las manos para crear figuras en el cielo, como si el aire fuese el lienzo de sus dibujos y sus dedos, los pinceles. Les pregunto cómo han llegado a ser artesanas y ellas hablan de la dureza de los días, de la falta de dinero para alimentar a sus hijos. Antes de la artesanía, ambas habían sido lavanderas.
La profe Toyita, a pesar de tener un sueldo de maestra y amar su profesión como pocos, tiene nueve hijos y es madre soltera. El sueldo no le alcanzaba y las vueltas creativas para sortear la precariedad hicieron que ella se convirtiera en cocinera de pan de arroz y sus hijas e hijos, en vendedores ambulantes. Luego llegó la artesanía. Toyita arma collares y aretes mezclando semillas de asaí, chonta, siringa, ojo de buey, entre tantas otras, y hace trajes con semillas y escamas del pez paiche, a las que pinta con purpurina cual piel de sirena brillante.
Ya en el monte de Antofagasta, antes de iniciar la colecta, las artesanas se acercan a un antiguo árbol de mapajo. Lo abrazan, le hablan, le piden permiso y se toman fotos. Sólo después inician el trabajo de recolección de semillas que caen de los árboles que aún viven, ¡viven!
Las artesanas crean estos mundos en medio de un planeta que arde y una ciudad donde los cielos están llenos de humo gris. En 2023, el municipio de Riberalta se declaró en emergencia por los incendios y la sequía. Este año, pocos días después de la recolección, suspendieron las clases por la pésima calidad del aire por los incendios.
Pero junto a las artesanas he conocido una ciudad distinta a la del desastre. Antes de las 7 de la mañana, Yaruska y su hija, Lua, están preparadas para recolectar las semillas de los árboles cuya casa es la ciudad. Ella conoce con precisión dónde están los cayús que están regalando sus frutos. Una vez caídos, es posible sacarles las semillas blancas-azuladas que tienen forma de pequeños fetos. Yaruska enseña a Lua cómo poner el pie sobre los frutos podridos para arrancarles las semillas, pues ellas están ubicadas en la parte superior, viven fuera y no dentro de los cayús.
Comimos la fruta del árbol pomarroso, también conocida como manzana brasileña, que, sobre las calles, crea un manto fucsia a partir de la caída de su floración.
Yaruska me pide que le entregue la semilla del fruto que estaba chupando.
—Siempre llevo conmigo bolsas de plástico para guardar las semillas que veo cuando estoy en la calle —advierte.
También me dijo que debía ver “el espectáculo” que los tajibos blancos estaban ofreciendo, con el aroma de sus flores, unas que permanecen en las ramas sólo durante un corto día. Estoy debajo de un tajibo blanco y percibo que mi alegría es parte del ecosistema junto a las decenas de abejas que entran y salen de sus flores. Con Fátima y Zandra también navegamos la ciudad para recolectar semillas de jacarandá y pajarilla. Zandra trepa los troncos y sacude las ramas de los árboles. Fátima está debajo, recogiéndolas.
Junto a las artesanas, nos dirigimos a las orillas del río Beni, en el pueblo de Cachuela Esperanza, ubicado a dos horas de Riberalta. Al ir, en el transcurso de sólo una hora, contabilizamos seis camiones. Cada uno sacaba, al menos, diez troncos gigantes. Vimos en sesenta minutos que sesenta árboles, aproximadamente, habían sido extirpados de su monte. Hablamos del dolor de imaginar décadas de concesiones forestales saqueando antiguos árboles.
El polvo que crean los camiones que transportan árboles muertos y el humo de los incendios evocan un mundo en tinieblas. Y, sin embargo, hay vidas que expresan la posibilidad de mundos donde caben los árboles, las abejas, el trabajo para resistir a la precariedad económica, las crianzas, los cuidados.
Las enormes piedras divisadas por la sequía, el sonido omnipresente del río, las lejanas balsas mineras, los troncos que han llegado desde lejos para asentarse en las playas, y los árboles de ambaibo en las orillas son elementos de un lugar que acoge a los cuerpos agachados que caminan buscando semillas. Allí, las artesanas crearon una lírica basada en la canción “El Rey” de Vicente Fernández. Sentadas sobre las raíces de árboles, cantaron: una semilla en el camino, me enseñó que mi destino, era recolectar y recolectar (recolectar y recolectar).
Hoy, que todavía en Bolivia hay incendios activos y la muerte sigue expandiéndose, complemento su poesía vital: me dijo una artesana, que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar. Llegar a las historias, como las suyas, que permitan guiarnos entre las tinieblas.