La ciudad quieta no es tal. No puede, no lo logra. Está la calle llena de sonidos. Está la mujer que se habla a sí misma.
“¿He olvidado el carnet?”, se pregunta, pero no se detiene a buscar su documento y continúa en medio del ruido.
La ciudad quieta no es tal. La incertidumbre la invade. Los miedos afloran. La gente no sabe lo que va a faltar, lo que ya no verá o si el pan se acabará.
La ciudad quieta no es tal. La gente camina, la soledad camina y se ha convertido en la protagonista. Nadie sabe lo que puede pasar o quién le podría contagiar o si algún asintomático está cerca.
La ciudad quieta no es tal. Las largas colas en los mercados y supermercados es el paisaje recurrente. La gente llena bolsas con lo que necesita y con lo que no.
La ciudad quieta no es tal. Todos llevan el rostro cubierto hasta el anonimato. ¿Habremos perdido la identidad?, es la pregunta que ronda en las cabezas. Ya no hay rostro más que en las paredes, ¿será que estás expresan lo que el pueblo tiene que decir?
La ciudad quieta no es tal. La gente camina asustada, busca aspirina, azitromicina y oxígeno. La respuesta de los vendedores es la misma: ya no hay.
La ciudad quieta no es tal. El movimiento no para, aunque el destino sea irreal, sintético. La gente parece de plástico; está lejana detrás de un vidrio. Los sentidos se han limitado.
La ciudad quieta no es tal. Está llena de esperas, de filas. La gente se alinea a medio metro y se abstrae en su mundo. No sabe a dónde va, ni de dónde viene.
La ciudad quieta no es tal. La gente no deja de pensar y lo hace en formas diferentes. ¿En qué juego de la vida andamos? ¿En la ruta de andar en todas partes y en ninguna? ¿En instantes que se construyen y se desmoronan?