San Agustín de Puñaca: minas abundantes y paisajes devastados

Ara Goudsmit Lambertín

San Agustín de Puñaca es un ayllu ubicado en el municipio Poopó, Oruro. Allí, más de 400 familias viven los impactos de la contaminación minera que se ha desarrollado por décadas en la Cuenca del Poopó. Esta actividad no solo las ha dejado con acceso limitado agua limpia, sino que ha afectado a sus tierras y su producción agrícola y ganadera. La vida del territorio y de quienes lo habitan está en riesgo. El Estado aún pide pruebas sobre las afectaciones y no viabiliza una acción popular que obligue a reparar los daños y detenga la contaminación de aguas y suelos.

Edición 88. Lunes 15 de mayo de 2023

La inmensa energía y el diminuto cuerpo de Eleuteria parecen poder llegar al fin del mundo, incluso con 72 años sobre la espalda. 

En el altiplano del ayllu de San Agustín de Puñaca, ubicado en el municipio de Poopó, Oruro, no existe sombra para resguardarse del ardor. Una pampa interminable y cielo infinito acogen a sus habitantes, quienes salen todos los días a buscar agua y alimento para sus animales.

Mientras camina las rutas del desastre que acontece en su territorio por contaminación de aguas y suelos, mama Eleuteria —como dicen allí como signo de respeto— muestra los tránsitos de casi toda una vida junto a sus ovejas y vacas, íntimas compañías y fuente de sustento. 

Ella migró a La Paz en busca de empleo,donde trabajó como trabajadora del hogar por más de una década. Volvió 12 años después, a cuidar de sus padres, reaprendiendo a arrear al ganado mientras sostenía en su q’epi a su hijo de seis meses. 

Mama Eleuteria en su casa. Foto: Ara Goudsmit.

El éxodo del ayllu tiene una promesa de regreso, ya sea por crisis, falta de trabajo, o para cuidar de los que ya están viejos. Su tierra es un lugar para volver, pero es uno que se deteriora. El agua está contaminada y las plantas, forraje para los animales, mueren de forma sistemática.

Memoria 

— Al ver esto dan ganas de vendarse los ojos y embarrancarse, — comenta Eleuteria.

Nuestro camino parece un salar, no hay ninguna planta o animal a la vista. Cuesta creer que antes había algo allí. 

Rogelia camina en la pampa convertida en salar, ya casi sin plantas. Foto: Ara Goudsmit.

Las aguas de los ingenios, luego de ser utilizadas para la minería, son vertidas nuevamente en el lugar sin tratamiento adecuado. Éstas van recorriendo el territorio, filtrándose en el subsuelo y siendo absorbidas por plantas, quienes fallecen como si hubieran ingerido un veneno. El cauchi, uno de los arbustos más comunes del ecosistema y alimento para animales, ha sido denominado como una de las pocas plantas que puede resistir a extremas condiciones climáticas. Pero el paisaje en el camina Eleuteria cuestiona esta información. Su ruta está acompañada por cementerios de cauchis quemados y una vez que esos restos desaparezcan, el nuevo salar irá avanzando tras la muerte de plantas incineradas por tóxicos.

Cauchi quemado por contaminación. Foto: Ara Goudsmit.

Llegamos al resguardo de Rogelia y dejamos nuestros bultos en el piso. Lo primero que sucede es el acto de dar y recibir. Eleuteria entrega la mitad de la coca, galletas y mandarinas que habíamos llevado, y Rogelia nos invita una sopa de habas. 

Rogelia ríe con la coca entregada por Eleuteria. Foto: Ara Goudsmit.

Se comunican en quechua pero cuando quieren incluirme hablan en español, el idioma “gringo”, como lo llaman. Resulta complicado divisar ninguna casa cercana, estamos en compañía de un par de perros y varias ovejas, a quienes Rogelia cuida sola durante un mes y, luego, intercambia el turno de vigilia con su hermana. 

Nuestra sopa fue cocinada con agua traída desde Poopó, el pueblo a cuarenta y cinco minutos de distancia en carro. Rogelia narra que allí no hay agua que pueda ser bebida. De los pozos cavados, que ya han sido varios intentos con múltiples fracasos, salen líquido color amarillo y olor a mina. 

La casa de Rogelia está en medio de totora seca y quemada. Foto: Ara Goudsmit.

— Mis animales ya ni lo que está verde a veces quieren comer. Sabrán pues que está contaminado. A mi hija le ha dado fuerte diarrea, a mí a veces me salían ampollas en los labios. Este lugar nos está botando.

Antes tampoco fue ‘fácil’, porque no es fácil ser mujer, ni mucho menos mujer en el campo, siendo madre que cría a sus hijos sola; hija a cargo de sus padres, o esposa de hombre alcohólico. Pero en ese ‘antes’, el lugar no escupía tóxicos mineros. Las totoras eran altas, verdes, comestibles. Ahora, un presente con plantas pequeñas, amarillas, calcinadas, cubriendo largos y dolorosos kilómetros de necrópolis de totoras a orillas del Desaguadero. 

Agua potable traída desde Poopó, que debe alcanzar un mes de estadía. Foto: Ara Goudsmit.

¿Y el futuro? 

Pienso en el poema de la escritora colombiana Tania Ganitsky: 

(…) La palabra esqueleto sólo se referirá a los restos humanos / porque habrá una forma particular / de describir el conjunto de huesos / de cada especie extinta (…) Y habrá un léxico de adioses / porque se dirán de tantas formas / que llenarán un libro entero (…)

Totoras muertas a orillas del Desaguadero. Foto: Ara Goudsmit.

La fiesta de carnaval ya no la festejan en el ayllu. Le pregunto a don Abel, otro comunario, por qué cree que se ha ido perdiendo. Su respuesta es de aquellas que sólo pueden ser contestadas por un desesperado silencio: seguramente la razón sean las heladas porque, si no hay cosecha, ¿qué van a celebrar?

¿Un adiós?

Doña Eleuteria mostrando su quinua negra afectada por la helada. Foto: Ara Goudsmit.

Cebadilla, ch’iphi, q’empara, cauchi, liwi, son plantas que se nombran como ausentes, ya no pueden ser encontradas.

— Bien hacían chorrear esas plantitas la leche a las vaquitas, ahora ya ni para sus wawas tienen leche. Antes todo estaba vivo, se secaba en invierno, pero volvía a nacer, pero esto está quemado. Hay plantas que son bien delicadas, como la gente, narra Eleuteria. 

¿Otro adiós?

Rogelia y Eleuteria, haciendo el esfuerzo de buscar alguna totora viva para exhibir su raíz que en quechua la denominan ara, relatan que antes su comida era diversa. Cocinaban ara con chuño, y su flor les servía para aliviar dolores de estómago. Tenían otros platos con cuari, lurma, lacho, pero ahora localizarlas es difícil, sino imposible.

Existirán tantas personas que no podrán saber ni sentir qué es cuari, lurma, ara, lacho, ni animales que prueben cebadilla, ch’iphi, q’empara, cauchi, liwi.

Totora quemada.  Foto: Ara Goudsmit.

¿Más despedidas?

No. Ojalá que no. Una suerte de enojada esperanza, y las sonrisas y el deseo de una buena vida de Eleuteria, Rogelia y Abel gritan que no, que todavía no es tiempo de despedidas.

El ayllu ha iniciado una Acción Popular para que el Estado repare los daños y detenga la contaminación de aguas y suelos.  Esta demanda, si bien está estructurada en torno al derecho a un medio ambiente sano, busca fortalecerse a través de construir una mirada desde los derechos colectivos de los pueblos. Esta aproximación pretende evidenciar la sistemática vulneración de derechos humanos en el territorio, y la desproporcionalidad entre las regalías mineras y el ayllu, pues son los que más daños viven y menos reciben. Ni siquiera hay posta médica allí.

Durante un taller organizado por el Centro de Comunicación y Desarrollo Andino (Cenda) —institución que acompaña estrategias propias de manejo, control del territorio y los recursos naturales—, los comunarios del ayllu relataron cómo distintos actores del gobierno y mineros los “ningunean”. Cuenta que no tienen respuestas. Tratan de ir a hacer inspecciones para ver cómo manejan el agua y los desechos, y les dicen que ya no es la misma cooperativa, o que el gerente cambió y que hay que iniciar un nuevo proceso de veeduría.

En caso que el ayllu ganara la demanda, se piensan varias estrategias de justicia y reparación: un efectivo y mayor control ambiental sobre las prácticas mineras; la posibilidad de sembrar plantas nativas como la sehuenca, denominada “barrera viva” por su capacidad de absorber y acumular contaminantes; y la indemnización. 

Parar la actividad en las minas no está contemplada en estos escenarios. 

Por eso mama Eleuteria dice que su vejez la ha hecho más escéptica. Ya han hecho largos canales para sembrar cauchi, pero pocos han nacido y, aunque quisiera tener más ingresos, entiende la indemnización como algo limitado, porque no le proveerá de futuro. El dinero se les terminará acabando. 

Ella se inquieta: ”Ya todo está contaminado. Cómo van a sanar el subsuelo. Otra vez van a venir a hacernos plantar semillas que no van a florecer. Van a poner pozos pero las venas de agua ya están contaminadas, a ver cómo van a hacer. Vienen años diciéndonos que nos van a indemnizar por tanto maltrato, pero nunca ha llegado, y yo quiero que mi terrenito no esté contaminado, que me devuelvan una tierra sana para que mis hijos y nietos puedan tener un lugar”. 

Mujer del ayllu acompañando a sus animales. Foto: Ara Goudsmit.

¿Relocalización?

Estamos frente a las orillas del río Desaguadero, el lugar más silencioso en el que he estado. 

—Ah, pero es porque no hay vida, —interpela don Abel. 

¿Por qué no se escucha el cauce del río? ¿Por qué no se escucha el roce de las totoras con el viento? ¿Por qué no oímos las voces de pájaros? 

La vista, el olfato, y la escucha relatan la tragedia en la cuenca del Poopó. Los excesos de metales pesados, como el cadmio, plomo y arsénico están en el aire, en la tierra, en el agua. Leer la larguísima lista de enfermedades que provoca cada uno de ellos conduce al desahucio. 

El arsénico está clasificado como la sustancia más peligrosa. Las enfermedades que produce sobre el cuerpo enferman crónicamente la piel, ojos, estómago, cerebro, vejiga, hígado, pulmones, intestinos, esófago, laringe, pulmón. Y continúa. El cadmio fabrica una historia similar, siendo ambos altamente cancerígenos. El plomo afecta el desarrollo de la capacidad de habla, cognición, y memoria en niñas y niños. 

La acumulación de riqueza que permite la minería hiere y elimina condiciones de bienestar para los cuerpos que habitan esos territorios.

Don Abel a orillas del Desaguadero. Foto: Ara Goudsmit.

Mientras cenábamos un pan remojado en café, le pregunté a Eleuteria en qué piensa cuando sale a caminar con sus animales. 

— Pienso en la barriga de mis vaquitas, que se harten. Yo puedo comer hasta chuño seco y guardado, pero ellas no. Yo sufro viendo a mis animalitos. Les ha dado fiebre por tomar agua contaminada. Su hambre me duele.

El cansancio hacia la falta de justicia y el horror de la contaminación han hecho que el ayllu considere la idea de irse de su territorio, pedir tierras en el oriente del país. En una reunión comunal dijeron: o nos vamos juntos, o no nos vamos. 

No es tan fácil visionar un horizonte de futuro, pero no el suyo, sino el de sus hijas, nietos. Su argumento viene en tiempos múltiples: desde el pasado, que es de sanar y restaurar el ecosistema y la herencia de sus ancestros, y desde el futuro, que es poder dar prosperidad a quienes todavía no han llegado, dar continuidad a un futuro viviente. 

Mama Eleuteria y sus animales.  Foto: Ara Goudsmit.

Las tierras son para ellos, sus hijos, nietas, bisnietos, para que tengan un lugar donde estar en el mundo si la migración no les funciona, si ya no encuentran trabajo afuera, si quieren cuidar a sus padres, si extrañan mucho su casa, o sólo por el mero derecho de que esa es su tierra. 

Don Abel menciona constantemente que a los mineros hace unas décadas también los habían relocalizado, ¿por qué a ellos no? 

El decreto 21060 de 1985, que privatizó el Estado mediante la Nueva Política Económica, favorecía la inversión extranjera, cortaba con el gasto social y cerraba las minas estatales. Hoy, habitantes del ayllu piensan en la relocalización, porque en el territorio ya no es posible vivir dignamente, relacionan la dignidad con el agua. Ambos, tanto la relocalización por sistemas de privatización como por desastres ambientales, siguen una lógica estatal que prioriza el capital frente a la vida.

Abel observa el lugar que huele a metal. Foto: Ara Goudsmit.

—Cuántas veces han hecho estudios. Cuántas veces no hemos ido a protestar. Nos alargan. Nos desmienten como si nuestra vivencia no fuera verdad. Esto no es mentira, dice la indígena. 

Eleuteria cuenta cómo le duele ver que se necesitan tantas actividades para “comprobar” si hay contaminación o no, mientras el ayllu constata eso todos los días. Esta es otra forma de racialización del territorio, pues quienes lo habitan no poseen el derecho a declarar una verdad. Se necesitan “visitas” de constatación del Estado, estudios científicos, constantes “comprobaciones” para instaurar una noción de lo que existe y es real en San Agustín. Los relatos y experiencias locales, como forma de conocimiento, no son suficientes.

Pero el paisaje entero huele a metal, a mina, estando lejos de los socavones.

¿Cuánto más es necesario saber? 

Resulta necesario seguir verificando la vitalidad intoxicada. La Acción Popular fue aceptada por el TCP y estos análisis deben ser realizados en este primer semestre de 2023, que ya se va acabando.

«Aquí habían plantas», cuentan las comunarias. Foto: Ara Goudsmit.

Mama Eleuteria dice, enfática, que se adaptaría a cualquier lado con tal que no esté contaminado y pueda llevarse a sus animalitos. Cada paso suyo muestra el aguante de su cuerpo ante los miles de miles de kilómetros andados, su resistencia al sol, la resiliencia de ser madre soltera, viuda, con seis hijos a su cargo, su humor sarcástico, sus ganas de vivir bien. Sí, Eleuteria podría adaptarse.

A Rogelia, en cambio, le da temor. Se siente cansada y sabe que se requiere dinero para construir una casa desde cero, pero considerará la opción. 

Abel menciona:

— A quienes trabajamos en el campo nos gusta la vegetación. La verdad me iría a buscar vida. 

Vista desde la casa comunal del ayllu. Foto: Ara Goudsmit.

Mientras tanto

Sentadas en ladrillos y bolsas de afrecho donadas por el municipio de Poopó al ayllu, el Tata Mallku y la Mama T’alla, máximas autoridades del lugar, dirigen los puntos a discutir en su asamblea bilingüe, que fluctúa entre el quechua y español. En la reunión priman las personas mayores; la gran mayoría son mujeres.

Mujeres durante la asamblea del ayllu. Foto: Ara Goudsmit.

La vida sigue en medio de la devastación, y las cuestiones más humanas también. 

Solicitar menos corrupción a los líderes, rendir cuentas, coordinar cuándo el tractor limpiará la carretera, hacer propuestas, conocer las contradicciones locales, compartir jugo de canela, pijchar, reírse. Pero incontables veces aparece y se repite la palabra “agua”. 

¿Qué es el agua para el ayllu?

Significa horas de asamblea, jalar proyectos para hacer pozos y tener bombas, caminar, ir, venir, discutir, nombrar, cavar, negociar, tiempo, palabra, contaminación, animales, sed, poder.

A través del agua, se construyen y redefinen relaciones de poder. 

En Cochabamba, la guerra del agua encendió el furor contra las formas de privatización de la vida. Quienes se oponían a la escuela indígena de Warisata, destruyeron su toma de agua y cortaron el paso de las corrientes que llegaban a la comunidad. En su libro, Elisardo Pérez las llamó las “luchas por el agua”.

Mediante el agua como eje, el ayllu de San Agustín de Puñaca busca, una vez más, disputar qué es una vida digna y quién tiene acceso a ella. En este caso, el desafío es más grande: no sólo radica en tener fuentes hídricas, sino también en la necesidad de desintoxicarlas para que la tierra no se despida junto a las últimas abuelas del ayllu.

Como dijo la comunaria Benita:

—Si la Madre Tierra se está muriendo, ¿hay que sanarla, no ve? 

Mujeres durante la asamblea del ayllu. Foto: Ara Goudsmit.


Ara Goudsmit Lambertín es investigadora y escritora colaboradora con distintos medios de comunicación. Trabaja en torno a saberes y memorias territoriales en contextos extractivistas. Cuenta con estudios en Ciencia Política de la Universidad de Los Andes, Colombia; y una maestría en Geografía/Estudios del Antropoceno de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.
Ara Goudsmit Lambertín es investigadora y escritora colaboradora con distintos medios de comunicación. Trabaja en torno a saberes y memorias territoriales en contextos extractivistas. Cuenta con estudios en Ciencia Política de la Universidad de Los Andes, Colombia; y una maestría en Geografía/Estudios del Antropoceno de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.