Se muere antes y después del transfeminicidio

Karen Gil, Mónica Huancollo

En más de 15 años y con al menos 20 asesinatos conocidos de mujeres trans en Bolivia, entre 70 crímenes de odio, sólo hay dos casos con sentencias judiciales. A la retardación de justicia se suma la decisión familiar de sepultar el proceso. La Ley 348 no las incluye y el sistema social y legal insiste en negar a las víctimas la identidad por la que vivieron y murieron. La impunidad es la norma.

Edición 35. Lunes 13 de septiembre de 2021

Davinia superó apenas el miedo para declarar sobre la agresión que sufrieron ella y Litzy y que terminó con la vida de su hermana aquel 17 de diciembre de 2018. Como temía, los comentarios indolentes del investigador de la Policía la golpearon una vez más: debía aguantar el dolor físico y emocional porque era “hombre”, y todo pasó porque ellas estaban en un lugar que no era “su ambiente”.

La madrugada de ese lunes, Davinia (31 años), Litzy (29 años) y unas amigas bebían unos tragos en un bar de la zona 12 de Octubre de El Alto. Unos hombres, entre ellos un menor de edad, las insultaron y procedieron a golpearlas. Usaron un desarmador y botellas rotas de cerveza para herir a Litzy y Davinia, las que no pudieron esconderse como hicieron sus amigas. Las heridas causaron la muerte de Litzy, quien no recibió atención médica con la premura que se necesitaba. La hermana mayor llegó al hospital malherida, principalmente en rostro y cabeza.

Dos años y nueve meses pasaron y, recién ahora, a finales de agosto de 2021, se sentenció a los cómplices del crimen.

Los casos de transfeminicidio —figura que no es reconocida legalmente en Bolivia, aunque afectó al menos a 20 mujeres trans en los últimos 15 años, según el Observatorio de personas trans asesinadas— cuando avanzan, lo hacen lentamente. La mayoría de sucesos quedan sin ser investigados, en muchos casos porque las familias prefieren olvidar o negar a sus parientes transexuales y transgénero, tal como lo hicieron en vida.

La muerte civil como castigo

Para las personas lesbianas, gays, bisexuales transexuales, trans, intersexuales y queer (LGBTIQ+), tener una identidad de género u orientación sexual diferente a lo planteado por la heteronormatividad implica renunciar a sus derechos humanos. Representa la muerte civil, estado que suele comenzar en el seno familiar.

Un ejemplo es el de las hermanas Hurtado, oriundas de Santa Cruz. Ambas, coincidentemente, tuvieron que dejar su hogar a los 13 años de edad porque sufrían violencia de parte del hermano y del padre, los que no soportaban “verlos afeminados”. Antes habían abandonado la escuela, donde los compañeros se les burlaban. Fuera del hogar, la calle las recibió y orilló al trabajo sexual que de alguna manera les permitió sobrevivir desde una corta edad, aunque expuestas a distintas violencias de manera cotidiana.

En El Alto, al menos tres mujeres trans murieron de forma cruel en años recientes, recuenta el colectivo TLGBI+: Adely (2018), Litzy (2018) y Gabriela (2020).

“Unos 20 o 30 hombres se presentaban y así quebraron canillas a mis amigas”. Para poner fin al abuso y ante la ausencia de ayuda –“nosotras íbamos a la Policía pero nunca nos hacía caso” – se organizaron y unas 20 se apostaron con piedras y palos: “Nos hemos enfrentado en una batalla”. Las agresiones así de violentas cesaron, pero, alguna vez hubo quienes “sólo” les lanzaban huevos.

Un grupo de activistas pedía justicia para Litzy en el Juzgado de El Alto, el día del juicio contra los acusados de complicidad de su asesinato. Foto: Rocío Condori.

Tiene pene… no es feminicidio

Buscar justicia por crímenes de odio que afectan a las mujeres trans es muy complicado, aun sabiendo que para nadie es fácil en Bolivia. Lo que agrava la situación es, primero, el abandono de la familia por rechazo y por vergüenza, y, segundo, que ellas no existen, no son mujeres ante los ojos de los operadores de justicia; por tanto, sus muertes son tipificadas como homicidio o asesinato y no feminicidio.

Esto sucede a pesar de que muchas de ellas transformaron su cuerpo como muestra de autodeterminación. Los administradores de justicia suelen buscar en los cuerpos heridos si alguna de ellas tiene todavía rasgos masculinos y, sobre todo, si en la cédula de identidad la mujer no logró cambiar nombre y sexo, como dispone la Ley de Identidad de Género promulgada en 2016.  

En muchos casos, el cambio no se hizo porque hay mujeres trans que desconocen sus derechos, o no tienen el dinero suficiente para efectuar el trámite con la Ley 807, o no cuentan con el certificado de nacimiento que se quedó en el hogar de donde las echaron o del que huyeron.  Es lo que tiene documentado la Asociación Civil de Desarrollo Social y Promoción Cultural «Libertad» (Adesproc Libertad), explica Favio Schuett, responsable de Incidencia política y derechos humanos.

En el caso de Gabriela —quien fue asesinada en un alojamiento de El Alto el 20 de octubre de 2020—, la justicia no aceptó tipificar esta muerte como feminicidio, tal cual solicitó Adesproc Libertad, pues la víctima mantenía legalmente el nombre de varón.

Schuett afirma que, aun sin cambio legal, en estos casos de urgencia la justicia debería respetar la autodeterminación, por encima de las formalidades. Más aun cuando las personas del entorno de la víctima (familia o amigos) están en el lugar, conocen su nombre y el género autopercibido.

Lo que muestra la realidad es que no se procede así y esto se refleja en la propia investigación. Cuando efectivos policiales de lucha contra la violencia llegaron al lugar del crimen de Gabriela, concluyeron que no les competía.

“‘Tiene pene, es hombre. Corresponde a Homicidios, dijeron los uniformados y se marcharon. Tuvimos que esperar muchas horas para que la Policía se llevara el cuerpo”, relata Stefany Brito, secretaria Nacional de la Organización de Travestis, Transgénero y Transexual Femeninas (Otraf-Bolivia) y secretaria general del colectivo TLGB de El Alto.

Para superar esa traba se está proponiendo que, en las reformas de la Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida libre de Violencia N° 348, se incluya a las mujeres trans, hayan o no cambiado su identidad legalmente.

Davinia frente a la tumba de Gabriela, a quien enterraron con nombre de varón. Foto: Rocío Condori.

La propuesta está en manos del Ministerio de Justicia y de la Defensoría del Pueblo. Las organizaciones y movimientos trans están asimismo a la espera de que los crímenes de odio se incluyan en el Código Penal.

Schuett considera que paralelamente se necesita capacitar a los operadores y administradores de justicia. Tal vez así dejen de verse cuadernos de investigación con frases como “hombre vestido de mujer” o “el caso del travesti”.

Impunidad y otras violencias

Unos 70 crímenes de odio contra la población LGBTIQ+ se registraron en el país en los últimos 14 años, según muestran los datos de Adesproc Libertad, que documenta agresiones, lesiones y muerte. De estos, se tiene registrado que al menos 20 acabaron con la vida de las víctimas.  

Davinia, que hoy vive en La Paz, recuerda que cuando ella y su hermana trabajaban en Santa Cruz, a finales de los años 90 e inicios de los 2000, los “homofóbicos” las atacaban en grupo armados con bates.

En muchos de los casos no hay investigación o hay retardación de justicia. De los cinco transfeminicidios que la institución sigue uno, en el de Litzy, se lograron dos sentencias: una para el autor y otra para los dos cómplices. Dos están en periodo de investigación: el de Alessandra, en Cochabamba, y el de Gabriela, en El Alto. De los dos producidos en Santa Cruz todavía se aguardan los informes.

La familia puede inclinar la balanza

Las sentencias en los casos de Dayana y Litzy se lograron gracias a que sus padres se empeñaron en buscar justicia. En cambio, la familia de Gabriela optó por dejar todo de lado y ahora ni siquiera hay un sospechoso del crimen.

En este último caso, Schuett identifica tres problemas: “primero, es para extrañarse que los informes periciales no hayan llegado hace tres meses; segundo, que no hay familia que siga el caso; tercero, el cambio de personal e investigadores”.

Gabriela, de hecho, ha sido doblemente borrada, eliminada, muerta por decisión de sus familiares. Los arcos de flores que le llevaron el día de su entierro, hace 11 meses, yacen marchitos sobre el nicho en el cementerio de un municipio altiplánico cerca del lago Titicaca. Se han sumado unas latas y botellas de cerveza que llevaron sus amigas trans hace un mes. En la cruz que le sirve de lápida se lee: Ronald Stiff, como impuso su padre al nacer y ahora que yace bajo tierra. 

Gabriela murió con 18 puñaladas, a sus 23 años, en un motel de la urbe alteña y en manos de quien, posiblemente, fue un cliente asiduo. Para su velorio, la familia paterna (la madre falleció cuando la hija era adolescente) le cortó el largo cabello, la vistió con ropas de hombre y se empeñó en esconder los senos que semanas antes de su asesinato la joven había conseguido luego de ahorrar para la cirugía.

“Hasta el final hubo un rechazo”, se entristece Davinia, quien fuera amiga de Gabriela y que apenas logró entrar al velorio junto a pocas compañeras.

De nada valió que Gabriela huyera, en 2016, de Guayaramerín —municipio beniano donde vivía—. Su padre había intentado meterla al cuartel “para que se vuelva hombre” y ni en su última morada respetó su identidad.

Chantal Cuéllar, del Movimiento Trans Feminista de Bolivia, dice que la vergüenza y el rechazo familiar pesan hasta después de la muerte; por eso, hay mujeres trans enterradas en clandestinidad.

En Cochabamba se conoce de siete casos de personas que o murieron en la indigencia o fueron asesinadas. “La familia no avisa a nadie, las entierran en silencio y, si tratamos de asistir a los velorios, nos dicen: no queremos más maricones”.

El Movimiento Trans Feminista afirma conocer casos como el de Gabriela, “compañeras que fueron enterradas con el nombre masculino”.

Ni en su tumba respetaron la identidad de Gabriela. Foto: Rocío Condori.

En situaciones extremas, la familia se niega a acudir y reconocer el cuerpo. No son pocas las veces que las organizaciones LGBTI hacen una colecta para dar una cristiana sepultura, tal como sucedió con Alessandra, de quien los tíos no quisieron saber nada.

Ante la indiferencia de la familia de Alessandra, quien murió violentamente en febrero de 2021, el Movimiento Trans Feminista sigue de cerca las audiencias en Cochabamba.

La mujer de 19 años fue asesinada por un cliente que la ahorcó con el cable de un secador de cabello. Esta institución pidió a la fuerza antiviolencia y a la Fiscalía Departamental que el caso sea incluido como parte de los 11 feminicidios registrados de enero a la fecha en Cochabamba, pero le fue denegado. El agresor guarda detención preventiva, pero está presionando para salir en libertad, informa con preocupación Chantal Cuéllar.

Para confirmar lo descrito están los registros estadísticos de la dirección nacional de la Fuerza Especial de Lucha contra la Violencia (FELCV) que no investiga ningún caso de feminicidio contra mujeres trans.

Y, sin embargo, sí contempla entre sus anotaciones denuncias de violencia sexual y familiar contra esta población, lo que hasta hace tres años no hacía: de 2018 a julio de 2021 registró 41 sucesos.

Pero la Defensoría del Pueblo halla que esos datos son ínfimos si se considera que hay una demanda constante de justicia y denuncias de vulneración de sus derechos.

En el Sistema del Servicio del Pueblo (SSP), dependiente de la Defensoría, se registraron —del 2019 al 30 de junio de este año— 81 denuncias de vulneraciones a los derechos de las personas LGBTIQ+. Esta cifra incluye la ausencia al debido proceso y acceso a la justicia; 12 relacionados a delitos contra mujeres trans.

“Lo que se ha visto es que hay sesgos en los administradores. Si bien nuestro sistema de justicia no funciona en casi nada, en el caso de los crímenes de odio contra la población LGBTIQ+, la falta de debida diligencia es aún peor”, afirma la defensora del Pueblo, Nadia Cruz.

Según Cruz, el Ministerio Público es la institución más reticente cuando se trata de considerar como feminicidios los crímenes contra las mujeres trans.

Tanto la Policía como la Fiscalía tienen la obligación de seguir los casos de oficio, pero la defensora considera que no hay capacidad para manejar esos crímenes de odio.

“En una última reunión que tuvimos con el Fiscal General, tampoco se mostró interés para generar una línea de atención con perspectiva de diversidad o un análisis mucho más profundo sobre los asesinatos”, remarca Cruz.

Desde la dirección de Comunicación de la Fiscalía General se explicó que la situación es compleja y que para procesar como feminicidios los crímenes de odio contra esta población se debe incluirla en la Ley 348, norma que garantiza una vida libre de violencia para las mujeres.

Sobre las tareas que realiza la Fiscalía para acelerar las demandas de justicia de la población en vulnerabilidad, como son los LGBTIQ+, no hubo respuesta hasta el cierre de esta edición.

El segundo caso con sentencia en la historia

Juicio del caso de Litzy, celebrado a más de dos años de su asesinato. Foto: Rocío Condori.

Con cuatro horas de retraso —porque el director del penal de San Pedro no ordenó el traslado de los dos acusados de complicidad— se inició a fines de agosto la audiencia de juicio por el asesinato de Litzy en el Juzgado Cuarto de Sentencia de El Alto. La modalidad fue mixta: los acusados asistieron vía online y el resto se encontraba en sala.

Este esperado juicio se realizó luego de que la primera audiencia, programada antes de la crisis política del país de 2019, se suspendiera y quedara en el limbo tras la llegada de la pandemia del coronavirus.

“Ya había pasado la etapa investigativa, imputación formal y acusación formal y así se dejó el caso. Los plazos procesales no se estaban cumpliendo”, reporta Schuett.

Por eso Adesproc Libertad hizo seguimiento y consiguió, junto a la Comunidad de Derechos Humanos, ser veedora en el proceso para agilizarlo.

Juicio de Litzy en el Juzgado Cuarto de Sentencia de El Alto. Foto: Rocío Condori.

El juez, en una decisión inédita, al abrir la sesión dijo textualmente: “Se establece la existencia de una víctima que corresponde a la población diversa, a pesar de que se la haya identificado como varón. Sin embargo, en el ejercicio de sus derechos civiles, era conocida como una persona de diversa población”. Recurrió entonces al artículo 89 de la Ley 348, que habla de la confidencialidad, y el tribunal dispuso la reserva de sus acciones para resguardar la dignidad de la víctima.

Llegar a este punto no fue fácil, dice Davinia, quien además de ser la hermana de Litzy es una sobreviviente.

La justicia la decepcionó en diferentes momentos, por su lentitud y porque los anteriores investigador y fiscal la hicieron sentir discriminada.

La defensa de los dos acusados de complicidad pidió proceso abreviado, así que el 3 de septiembre el juzgado los sentenció a nueve años de cárcel. El menor de edad, a quien se señaló en otro juicio como autor del homicidio, recibió la máxima condena dentro del Sistema penitenciario de minoridad.

Los dos acusados se conectaron desde el penal de San Pedro. Foto: Rocío Condori.

Estas sentencias castigan la violencia contra una persona, pero no tiene la figura de crimen de odio contra una mujer trans porque esta figura no existe en la justicia boliviana. Davinia cree que los atacantes merecían más años de condena, pero reconoce que al menos no tendrá tanto miedo al caminar por las calles.

Fotos y videos: Rocío Condori.

*Esta publicación es parte del Fondo de periodismo de investigación y artivismo, realizado en el marco del proyecto “Adelante con la Diversidad – Región Andina”, financiado por la Unión Europea e implementado por HIVOS. El contenido de la publicación es de la responsabilidad exclusiva de HIVOS y de sus socios implementadores y no necesariamente reflecta los puntos de vista de la Unión Europea".


Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).
Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos. Es autora del documental «Detrás del TIPNIS» (2012), del libro «Tengo Otros Sueños» (2018) y coautora de «Días de Furia» (2020). Ganó dos veces el premio nacional periodismo de la APLP, en su categoría digital (2016 y 2022).
Mónica Huancollo es periodista con 10 años de trayectoria. Trabajó en radio Fides Copacabana e  Integración; y en los diarios El Diario, Página Siete y Extra.
Mónica Huancollo es periodista con 10 años de trayectoria. Trabajó en radio Fides Copacabana e Integración; y en los diarios El Diario, Página Siete y Extra.