Ser repatriada boliviana en el campamento Tata Santiago

Alejandra Mónica Quijua

La autora de este texto fue a probar suerte a los viñedos de Chile. Allí le encontró la pandemia del coronavirus y a finales de marzo decidió regresar a Bolivia. Pero su retorno no fue como esperaba. Ella y otras cuatrocientas personas lidiaron con el frío, hambre, miedo y el abandono del Estado boliviano.

Edición 1 / Miércoles 26 de agosto de 2020

Llego a Pisiga a mediodía del sábado cuatro de abril de 2020. ¡Por fin en territorio boliviano! Despúes de un viaje de dos horas desde el municipio de Huara en Chile, donde más de una semana estuve varada a la espera de que se abran las fronteras del país. Los buses, que nos trasladan a mí y 467 bolivianas y bolivianos, van directamente al campamento Tata Santiago, que tiene 46 carpas para cumplir con la cuarentena, requisito para volver a nuestros hogares.

Al bajar del bus, siento algunos cambios: el sol que me despide en Huara se esconde entre nubes grises en Pisiga, frontera entre Bolivia y Chile, y el viento parece un loco enfurecido decidido a llevarse todo lo que se entromete a su paso.

En la entrada al campamento Tata Santiago, que el Gobierno boliviano alistó después de varios días de negar nuestra entrada, los más de cuatrocientos bolivianos no solo sentimos la brusquedad del frío y del viento sino del grupo de militares. Estos, distribuidos por todo lado, ordenan y apuran nuestro caminar. Nos organizan por grupos de 10 a 12 personas para que entremos en una de las carpas plomas y azules, cuya medida aproximada es de tres por tres metros.

—¿Cómo vamos a ingresar tantos en estas carpas? —increpa una joven madre a uno de los oficiales.

—Aquí usted no tiene derecho a opinar, y si sigue así la voy a llevar a la frontera, —responde la autoridad, decidida a mostrar quién manda.

Estas amenazas escucharemos en los próximos días, ante cualquier cuestionamiento.

A los pocos minutos, el cambio de clima me indispone y necesito vomitar. Corro hacia uno de los 16 baños sin importarme las órdenes que un uniformado emite a través de su megáfono:

—Para ir al baño tienen que formar grupos de cinco, – dice el hombre.

Cerca del baño hay soldados que cumplen su servicio militar en la frontera. Uno de ellos que obstaculiza mi camino extiende la mano para frenarme. No recuerdo si me dijo algo, pero le respondo que me siento mal. Me abre el paso.

Al volver a mi carpa, la número 10, los seis colchones que nos asignaron a mis compañeras eventuales, mi hermana y a mí seguían afuera. Juntas los acomodamos, pensando bien los espacios, como un rompecabezas.

Las carpas son de lona, que apenas  cubre el fuerte frío de la frontera. En el campamento, que fue levantado en los predios de Aduana Nacional, no hay electricidad.

Ya adentro de nuestra improvisada habitación, hago y recibo algunas llamadas a periodistas bolivianas para contarles las precarias condiciones con las que nos recibe el Estado boliviano. Una de ellas me pide que haga un video de nuestra situación. La cámara de mi celular no sirve, por lo que le pido prestado el suyo a mi hermana.

—No, no, no. Tengo miedo. Te pueden hacer algo si te ven grabando, —me contesta ella.

También siento miedo; no insisto más. No tengo fuerzas. Me sube la temperatura interior; el frío encoge mi cuerpo y un dolor agudo llega a mi espalda. Me envuelvo a la altura de la cintura con la única manta que nos dieron los militares y me echo en la colchoneta. Sigo helada, por suerte cuento con frazadas extras que traje de Chile.

En la tarde un oficial militar con su megáfono, nos habla intentando ser simpático.

—Sabemos que hay muchos problemas, pero vamos a solucionar en los próximos días.

—¡Tenemos hambre! ¡Tenemos hambre!, —se oye una voz que sale del interior de una de las carpas y otras voces se suman.

—¿Quién es el valiente que va salir y me venga a decir en la cara? —dice el militar con un tono más grave.

Cerca de las 10 de la noche, mi hermana me despierta para avisarme que ya esta listo el caldo de arroz y un poco de pollo que preparó un grupo de los bolivianos, en dos ollas gigantes para las más de cuatrocientas personas. Con gran apetito, tomo la sopa y devoro uno de los panes que elaboraron en el cuartel. Desde mi llegada, esta es mi única comida.

***

Me sorprendí de los estragos de la pandemia del coronavirus en Sudamérica mientras almorzaba, a mediados de marzo, en el comedor de la tercera y última empresa de exportación de uva en la que trabajé en Chile. Las noticias que salían del televisor mostraban los reportes diarios de muertos y cientos de contagios que iban en aumento en ese país sureño. En Bolivia, los casos se contaban aún por decenas.

—¿Qué vamos a hacer? —le dije, preocupada, a mi hermana, con quien llegamos a Chile un mes y medio antes y planeábamos quedarnos al menos seis meses para ganar dinero.

—No sé, aunque en este lugar estamos seguras nomás, —me dijo, con tono serio.

Estábamos en San Fernando, una región alejada de la capital chilena. Allí teníamos trabajo, alojamiento y comida. Y, lo más importante, yo sentía que tomaba un respiro después de trabajar en las primeras empresas 11, 12 y hasta 14 horas diarias. Mientras que en esa última solo trabajaba de seis a ocho horas por 11.466 pesos chilenos (100 bolivianos) diarios, que era la mitad de lo que pagaban las otras.

Los días siguientes, las canciones de Julieta Venegas, Gilda, Soda Stereo, (en los anteriores campamentos estaba prohibido escuchar música) acompañaban mi labor de empaquetar las uvas con papeles, que servían de protección para su largo trayecto a Europa y Estados Unidos.

Después de una semana de trabajo, los jefes nos despidieron a las y los 15 bolivianos, porque a diferencia de los trabajadores chilenos y haitianos no contábamos con una vivienda allá. Por eso, en la madrugada del martes 24 de marzo, emprendimos el camino de retorno a Bolivia. Todas estábamos felices porque veríamos a nuestras familias, pero también sentíamos preocupación o tal vez un mal presentimiento.

Ese mal presentimiento se cumplió al día siguiente. En el bus, antes de llegar a Iquique, me alarmé con la noticia de que minutos antes el gobierno boliviano aprobó el Decreto Supremo 4200, que disponía la cuarentena rígida en el país y el cierre total de las fronteras. “Nadie entra, nadie sale”, afirmó la presidenta transitoria Jeanine Añez.

Ya en Iquique, a las cinco de la madrugada, partimos rumbo a la frontera. Durante dos horas en la región de Huara, los carabineros nos impidieron el paso.

Inmediatamente nos organizamos. Acordamos una cuota para enviar una delegación hasta el consulado de Bolivia en Iquique. A su regreso, los delegados nos dieron malas noticias: un funcionario del Consulado les dijo, sin interés, que solo queda acatar el decreto. Uno de los representantes le informó que estábamos sin trabajo.

—No se preocupen, aquí los chilenos les van tirar unas monedas, —le respondió el funcionario.

—Somos trabajadores, no somos limosneros, —le contestó uno de los delegados.

***

El viento que golpea mi carpa me despierta alrededor de las siete de la mañana del domingo, el segundo día de mi estadía en Pisiga.

—¡Carpas número 10, 11, 12! —gritan algunos integrantes del grupo encargado de preparar el desayuno.

—¡Vamos!, ¡Apúrense! ¡Nos toca a nosotras! —dice una de mis compañeras de carpa.

En la fila, mi estómago cruje de hambre, pero tiene que conformarse con un té caliente y medio pan.

A media mañana, los miembros de cada carpa levantan listas de alimentos e instrumentos de higiene. Sus caras expresan la emoción por tan solo imaginarse lo que irían a degustar. Javier, uno de los principales representantes del campamento, consiguió que algunos soldaditos accedieran a comprar víveres y otros productos para nosotras y nosotros.

—Mónica, ¿me ayudas? No sé qué voy a hacer con todo esto. —Me dice el representante, al poco rato, mientras con una mano se rasca su cabeza y con la otra sostiene un montón de hojitas con la lista de pedidos— ni modo que le entregue todo esto al soldado.

Después de reír unos segundos, junto a unas cuantas personas que estan cerca, decidimos hacer una única lista.

—¿Cuántas galletas tienen ustedes? —pregunta el representante.

Mientras contamos la cantidad de galletas, vemos algunos pedidos particulares: yogur con frutas, charquekán, sajta de pollo, chicharrón de pollo y de cerdo, pollo a la broaster, sábalo y trucha.

—¿Quién va ir a buscar todo esto? —cuestiona Javier, entre risas. Decidimos no incluirlos, a excepción de los pollos fritos, pues por la cuarentena no hay muchos negocios de comida abiertos.

La lista única incluye desde pan, coca, legía, galletas, jabón, champú, papel higiénico y otras cosas mínimas que faltan en el campamento. Empezamos a reír y pienso por qué no se me ocurrió pedir un pescadito frito.

Toda la tarde esperamos los pedidos, pero no llegan, tampoco lo harán al día siguiente.

El almuerzo del lunes, al igual que el día anterior, es una pequeña porción de arroz, papa, un ahogado de cebolla y zanahoria y algo de pollo —que solo toca a algunos con suerte—, mezclado con una libra de lentejas, que mi hermana y yo cargamos desde San Fernando.

Una niña de unos siete años, sentada en una plataforma de cemento, lame sus dedos con restos de arroz del plato desechable.

Son 20 niños en el campamento, ¿cómo se les explica que tienen que saciar su hambre con lo poco que hay?

Como cerca de mi carpa, con mi hermana y David, un amigo que conocí en Huara. Él toma uno o dos vasos de agua, de una botella que trajo de Chile, después de unas cucharadas de comida.

 —¿Por qué tomas tanta agua? —le pregunto

—Si no me lleno con algo, me quedo con hambre, —me dice— He adelgazado harto.

No hace falta esa última aclaración; es evidente al ver su rostro famélico.

A raíz de la precariedad del campamento y el fuerte frío, muchas de las personas sufren mareos, dolores de estómago y resfríos.

 El personal de salud hace lo posible por ayudarnos, pero ¿cuánto pueden hacer si carecen de insumos y medicamentos?

Incluso, para las cinco mujeres embarazadas, no hay ácido fólico, sulfato ferroso y otras vitaminas indispensables para la gestación. Estas tienen que aguantar las condiciones que brinda el Gobierno boliviano, y que no permite su traslado a la Casa de Mujeres Creando, en La Paz, pese a que al inicio le conceden la autorización.

 Entre tanto, en medio del frío y sin alimentación adecuada, dos de ellas —una de cuatro y la otra de cinco meses— presentan riesgo de aborto.

***

En mi segundo día en Huara, a dos horas de Bolivia, el alcalde del lugar nos informó que logró que autoridades bolivianas nos dejarían  ingresar a territorio boliviano. Meses más tarde me enteré que la persona con la que se había contactado el alcalde de Huara era el exalcalde de Pisiga, William Colque.

En medio de bromas y sonrisas, llegamos a la frontera. Después de alrededor de tres horas, ninguna autoridad boliviana se aproximó.

De vuelta a Huara, el viaje parecía de nunca acabar. La alegría inicial se había transformado en rabia y luego en silencio.

Con la ayuda del alcalde se instaló el primer campamento de bolivianos en un lote baldío, que sería nuestra casa durante una larga semana. Armamos nuestras camas con maderas y algunos cartones.

A la mañana siguiente, sábado 28 de marzo, el frío de la mañana y la incomodidad de mi cama me hizo levantar temprano. Cerca de mí, vi a una joven mujer embarazada, que, apoyada en uno de sus brazos, se esforzaba en levantarse de la cama mientras con la otra se agarraba el vientre.

Ese mismo día conocimos las declaraciones del ministro de Gobierno boliviano, Arturo Murillo, en la que afirmaba desconocer nuestra situación. Pero al día siguiente la canciller

Karen Longaric emitió un tuit en el que decía que al próximo día, ella iría a Pisiga para acompañar nuestro ingreso a territorio nacional. Empezamos a empacar.

El lunes 30 de marzo, mientras me comunicaba con un medio de comunicación, la radialista me informó que apenas hacía unos instantes la canciller lanzó un nuevo tuit en la que informó la suspensión de la repatriación.

—No puede ser, se hacen la burla de nosotras, —le dije con la voz resquebrajada.

Las críticas en redes sociales y medios de comunicación no se dejaron esperar. Al día siguiente la reconocida feminista del colectivo Mujeres Creando, María Galindo, ofreció alojamiento, comida y salud a 12 madres y sus wawas.

Varias instituciones y defensores de Derechos Humanos a nacionales e internacionales hicieron eco de nuestras denuncias y presionaron al gobierno para que nos repatríen como otros países hacían con sus connacionales que estaban en distintos lugares del mundo.

Por eso el sábado cuatro de abril partimos a Bolivia.

Alrededor de cincuenta bolivianos se quedaron, por no tener papeles de migración. Entre ese grupo, estaba Rebeca, una joven madre de 20 años con un niño de un año.

—¿Qué voy a hacer aquí? —me dijo en medio de lágrimas.

***

En nuestro cuarto día de vivir una situación precaria, en medio de una pandemia mortal que en Bolivia ya contagió a 210 personas, de las cuales murieron15, los habitantes del campamento no aguantan más. La situación estalla.

—¡Queremos comida! ¡Queremos prueba de Covid!, —vitorea la gente, en medio del campamento.

—El gobierno no puede abastecernos de alimentos, queremos mandar a comprar, pero tampoco quiere, ¿entonces que quiere? ¿Quiere matarnos de hambre?, —dice una de las compañeras.

Ante la protesta, los soldados forman una fila a modo de barrera que nos impide llegar a la salida. Al poco rato, ingresan militares armados. Temo lo peor, pero pasan unos minutos y se retiran.

Al ver que algunos de nosotros filmamos la protesta y mandamos a medios bolivianos, que en cuestión de minutos publican en redes sociales, las autoridades militares prometen mejorar nuestra situación. Y la rabia de la gente se apacigua al escuchar las promesas de mejora de los encargados del campamento.

A unos kilómetros de nosotros, en la frontera del lado chileno, alrededor de 300 bolivianos y bolivianas son reprimidos por parte de los militares; incluso hay heridos. Se trata del segundo grupo de connacionales que demanda ingresar a Pisiga.

Para el Director de Migración, Marcel Rivas, los protagonistas son infiltrados del Movimiento al Socialismo (MAS), delincuentes y terroristas, que tienen el objetivo de romper la cuarentena y generar caos en el país.

Más adelante, dos hombres de ese segundo grupo serán condenados a tres años de prisión, en un proceso abreviado. Este se hecho se sumará a los arrestos de 11 personas que intentaron cruzar la frontera hace dos días.

Al enterarme de la represión, pienso en Rebeca, la joven madre de 20 años, que se quedó llorando en Huara.

Luego me enterare que ella, su pareja y su pequeño hijo tuvieron buena suerte. Sin perder el tiempo lograron contratar, junto a otros compatriotas, transporte que les llevó hasta la frontera.

Rebeca, su familia y sus acompañantes circunstanciales, sin pensar mucho, cruzaron la frontera, rodeando las montañas. Pasaron una noche en medio de los cerros y tuvieron que lidiar con el frío de la cumbre, que cala los huesos.

—Harto frío siempre nos ha hecho —me dirá Rebeca un par de días después, vía WhatsApp, mientras comerá despreocupada en el mercado de su pueblo— casi no teníamos nada para cubrirnos, poco hemos podido dormir.

 Ella, conocedora de esos lares, no tuvo miedo de perderse, pero sí de los militares fronterizos, con los que, por suerte suya, no se cruzó. Pero, ya en su casa, temerá que sus acompañantes de paso sí hayan sido detenidos un poco después de pisar Bolivia, pues en medio del camino, uno a uno desaparece.

Es jueves y el sexto día de cuarentena en el campamento. A causa de la protesta que protagonizamos ates de ayer,  las cosas mejoraron en el campamento Tata Santiago, llegaron donativos de alimentos y botellones de agua. También nos proporcionaron electricidad para cargar nuestros celulares, y el nuevo principal responsable del campamento nos promete mejorar nuestra situación.

Hace instantes, representantes de la Organización de Naciones Unidas nos trajeron alimentos para complementar las raciones pobres que nos da el gobierno.

Se cumplió la promesa de los médicos de trasladar a las cinco embarazadas a hospitales y a la joven enferma que no podía caminar. Días después nos enteraremos que a esta última no le dieron una adecuada atención médica.

Es hora del almuerzo, como ya podemos mandar a comprar alimentos, la comida tiene más productos que nos ayudarán a nutrirnos. Incluso ahora la misma niña que vi lamer el plato hace día dice: mamá ya no puedo comer más.

Tomo un poco de sopa y me consuelo que en ocho días nos reunimos con nuestras familias.


Alejandra Mónica Quijua
Alejandra Mónica Quijua

es una paceña que cursa el último año de la carrera de Comunicación en la UMSA. Realizó cobertura sobre vulneración de derechos laborales en la página digital La Izquierda Diario.